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Un buen hijo

Al triunfo de Villa sobre Carranza quedó como gobernador de Coahuila y comandante militar de la plaza el general Santiago Ramírez. Hombre violento, ponía temor en quienes lo trataban. Por esto o por aquello el señor Gobernador hacía caer sobre ellos inesperada tempestad de maldiciones, dicterios y altisonantes palabras de todo orden y desorden.

No duró mucho en el cargo don Santiago. Regresaron vencedoras las fuerzas de Carranza. Después de hacer prisionero al general Ramírez, en juicio sumarísimo lo condenaron a morir. Por toda la calle de Aldama lo llevaron con rumbo del panteón, donde se hacían los fusilamientos. La fúnebre escolta se detuvo en la equina de aquella calle con la que hoy se llama Purcell, porque ahí vivía el general Adolfo Huerta Vargas, de quien el reo se quería despedir. El general salió a la puerta de su casa, charlaron brevemente, se dieron un abrazo y al irse dijo el general Ramírez:

-Muy pronto nos veremos allá.

Y con el dedo señaló el cielo. ¡Acertada premonición! Poco tiempo después al general Huerta se le acabó la vida.

Con serenidad y valor grande afrontó la muerte Santiago Ramírez. Dicen que en la hora suprema pidió un tarro de cerveza. Lo tomó en sus manos y sopló sobre él para quitarle la espuma.

-Pica el hígado -dijo con sonrisa socarrona.

Luego se puso frente al pelotón y él mismo gritó las órdenes de su fusilamiento.

Rudo y todo, Santiago Ramírez tenía sin embargo rasgos admirables. Cuenta don Melchor Lobo en su precioso libro “Evocaciones” que un día se ofreció un almuerzo en el Hotel “Urdiñola” al general Ramírez. Estaba rodeado él de grandes señorones, los principales de la ciudad, cuando un humilde campesino hizo su aparición. Traía invitación para el banquete. Los ujieres, al ver sus ropas de campo -pantalón de mezclilla, zapatos de vaqueta, cobija al hombro- hicieron un gesto de disgusto y lo sentaron separado de todos en la más alejada esquina de la mesa. Al ver eso el general Ramírez se levantó de su silla y dijo en voz alta dirigiéndose al pobre hombre:

-Papá: a usted le corresponde este lugar, porque es la cabecera. Yo voy a sentarme donde usted está.

El campesino era don Hesiquio Ramírez, padre del gobernador. Todos le hicieron sitio, claro. Quienes lo habían desdeñado pedían ser tragados por la tierra, y todos admiraron aquel rasgo del general Ramírez, que pese a su ignorancia y su rudeza rendía así a su padre un homenaje de noble amor filial.