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Locura de Dios

Duro señor era el Obispo de Michoacán, monseñor Cázares. Llevaba el censo de todos los que pagaban los diezmos y primicias según el mandamiento de la Iglesia. Si algún feligrés dejaba de pagar aunque fuera un centavo, o un grano de maíz, con draconiana severidad Su Excelencia fulminaba sobre él inmediata excomunión.
         
No solamente los fieles comunes y corrientes recibían sus tremendos castigos. Cuando se coronó a la preciosa imagen de Nuestra Señora de la Esperanza otro obispo fue invitado a predicar en el oficio de la coronación. Lo hizo magníficamente, tanto que dejó conmovido a todo el pueblo por su elocuencia, su sabiduría y su piedad. Pues bien: celoso quizá del buen éxito del otro prelado, o por mera soberbia episcopal, monseñor Cázares emitió una carta pastoral en la cual se alcanzaba la reverenda puntada de suspender a ese obispo porque no le había pedido permiso para predicar en su diócesis. ¿Quién era el suspendido? Nada menos que el obispo de San Luis Potosí, don Ignacio Montes de Oca, talentosísimo escritor, profundo teólogo, una de las mayores glorias de la Iglesia mexicana.
         
Lo que sucedía es que el señor Cázares estaba perdiendo la razón. Desde que se golpeó la cabeza al caer de un caballo empezó a “disvariar”, para usar la palabra que empleaban sus asustados diocesanos. A fuerza de hostilizarlos expulsó de su diócesis a sacerdotes tan ejemplares como el padre Antonio Plancarte y Labastida, fundador de las Religiosas Guadalupanas. A la consagración de este santo varón como obispo de Cuernavaca se opuso furiosamente desde su sede el señor Cázares. También persiguió a don José Mora y del Río, quien llegaría a ser arzobispo de México. Sufrió también sus iras el padre Orozco, futuro obispo de Guadalajara. Monseñor Ridolfi, delegado apostólico del Papa, se la pasaba recibiendo quejas por la atrabiliaria conducta del obispo Cázares.
         
Sucedió que en esos días una beata que hurgaba en los cajones de la sacristía vio en uno de ellos un papel. Por curiosidad lo leyó, y quedó escandalizada: era un terrible anónimo contra el obispo Cázares. El desconocido escribidor de aquel libelo ponía a monseñor como lazo de cochino, jaula de perico o trepadero de mapache. No le dejaba cara en qué persignarse. Muerta de miedo la mujer fue a poner en manos del párroco el feo papel infamatorio. El cura, en vez de romper aquel papel o darle peor destino, cometió la imprudencia de llevárselo al obispo Cázares, que lo leyó furioso.
        
 —¿De dónde salió esto? —preguntó con voz descompuesta por la cólera.
        
—Señor —respondió tembloroso el asustado cura—. Una señora lo encontró en la cajonera del padre Guízar.
        
 —Muy bien —dijo el obispo.
         
En sus ojos ardía la ira.
         
¿Qué pasará en el artículo siguiente? Ni yo mismo lo sé. Ya he dicho que del obispo Cázares se podía esperar todo. Esperemos. (Continuará mañana).