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Mirador 09/02/16
Llegó el color rojo y dijo sin enrojecer:
—Soy el mejor color.
Antes había oído yo a otros colores decir lo mismo. Lo dijeron el verde, el amarillo, el azul, el anaranjado y el café. Lo mismo oí decir a los demás colores, y eso que algunos eran tan poco destacados como el gris o el beige. Todos pretendían ser el mejor color. No me sorprendió entonces oír que el rojo decía eso. Fingí aceptar su dicho, y lo felicité. Aun así me reprendió:
—Observo que usted no lleva ninguna prenda roja. La próxima vez que nos encontremos espero verlo con un sombrero, una camisa, un pantalón o unos calcetines de mi color.
Le prometí que de inmediato me aplicaría a conseguirlos. No debí haber dicho eso: si me hubiesen oído los demás colores igualmente me habrían exigido tener ropa de su color. Tendría yo entonces que comprar sombreros, camisas, pantalones y calcetines verdes, azules, amarillos, cafés, anaranjados, etcétera. ¿Quién puede pagar un guardarropa igual?
Lo mejor es que ningún color sea el mejor. Que todos sean iguales, y cada quien escoja el que prefiera. Supongo que en eso -en la posibilidad de escoger- radica la esencia de la libertad. Y me sospecho que en eso radica también la esencia de la felicidad.
¡Hasta mañana!...