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Te voy a contar un chisme

Cuando en alguna parte del país me invitan a dirigir una orquesta sinfónica siempre pido que se incluya en el programa una pieza de Johann Strauss hijo. Se llama “Trisch-Trasch Polka”. Es una obra pequeñita, vivaz, graciosa, llena de efectos sonoros donde lucen las percusiones de la orquesta. En inglés el verbo “play” significa tanto “jugar” como “tocar”, y aquí los timbales, el bombo, los platillos, el triángulo, tocan y al mismo tiempo juegan.

Los alemanes usan la expresión “trisch-trasch” para significar lo mismo que expresamos nosotros cuando decimos “bla bla bla”. De ahí el nombre de la polka de Strauss. En ella el compositor describe con música la gárrula conversación de unas mujeres que charlan sobre un chisme que les acaba de llegar. Se escuchan  en la orquesta golpes de bombo formidables: representan los asombrados ¡oh! de las que se enteran por primera vez del chisme, y se oyen ruidos que imitan el chasquido de la lengua que lo relata. Al dirigir la obra hago una señal y el percusionista golpea una contra otra dos tablas de madera. El sonido resultante parece el restallar de un látigo, que eso es en verdad la lengua de las chismosas -y de los chismosos-: un látigo.

Digo “las chismosas y los chismosos” porque al presentar al público esta obra siempre hago un comentario que levanta aplausos en el sector femenino de la audiencia: los hombres somos más chismosos que las mujeres. Y nuestros chismes son más peligrosos: para las mujeres el chisme es un deporte; para nosotros es un asesinato. La murmuración masculina es de muy mala leche. Lleva el veneno de la envidia, del resentimiento, del rencor. Hay una obra teatral de Patrick Hamilton que se llama “Arsénico y encaje”. Los chismes femeninos son de encaje; los masculinos son arsénico.

Desde luego este principio general sufre excepciones. Algunas mujeres ponen tósigos en su murmuración, y muchos chismes masculinos tienen más de jactancia que de chisme. Tal es el caso del protagonista de una chispeante anécdota que oí en sabrosa plática de amigos. Trata de un hombre que perseguía con asiduidad a cierta dama cuyos favores sexuales pretendía. Ella lo rechazaba siempre; ponía por delante el fuerte escudo de su decoro, decencia y dignidad. Pero él no cejaba en su amoroso empeño, y repetía con vehemencia sus instancias. Le decía que la deseaba con tal intensidad que no dormía; el infinito ideal de su existencia era tenerla entre sus brazos. La buscaba una y otra vez, y una vez y otra ella volvía a negar lo que pedía el encendido galán.

Pero bien dice el dicho: “La mujer y la gata, de quien la trata”. Después de un largo sitio hecho con maña, rara es la plaza que no se rinde al sitiador. Unas mujeres se entregan por inocencia. Otras por insolvencia. Pero la mayor parte lo hacen por insistencia. Tan grande fue el empeño que puso el amador en la conquista que finalmente la ansiada presa se  rindió. Fueron los dos a un discreto motelito, y después de los consabidos prolegómenos ella empezó a quitarse la ropa que cubría aquellos encantos tan largamente deseados.

-Me entregaré a ti -dijo a su seductor-, pero con una condición: no se lo vayas a contar a nadie.

-Entonces mejor vístete -respondió él sin vacilar-. A mí me gusta más el chisme que esta otra chingadera.