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Amor a los santos
¿De dónde sacaría yo lo santero? Seguramente de mi abuela materna, mamá Lata. Llenaba ella las paredes de repisas con imágenes; colocaba estampitas en las lunas de los espejos; tenía a San Francisco en el buró y a San Antonio en un colorido cromo sobre la cabecera de su cama.
Ahora yo ando por las mismas. Mis amigos soltarían el trapo de la risa si vieran la oración del Poverello junto a mi computadora, y el cuadro que tengo, pintado por Enrique Canales, en el cual aparece un querubín mexicano con un letrero al pie que dice: “Ángel cuidando a Armando”.
Hace tiempo el padre Luis Roberto me invitó a dar una plática en la parroquia de donde era vicario, San José Obrero, en Monterrey. Es muy joven este sacerdote; parece recién salido del seminario. Le gusta mucho el cine, y tiene una estupenda colección de películas con tema religioso, entre las cuales hay joyas verdaderas.
La iglesia de San José Obrero está en la Colonia Cuauhtémoc. Es uno de los más bellos templos que conozco. Lo hizo el arquitecto Enrique de la Mora, el mismo autor de la Purísima, obra maestra que he visto retratada en libros y revistas de arquitectura en América y Europa. No es tan grande como la Purísima el templo de San José, pero muestra más audacia en su concepción y mayor ímpetu de modernidad. El edificio andará por el medio siglo de su edad, pero parece terminado ayer, así de actual es su traza.
Fecunda en frutos ha sido la vida de la parroquia josefina. En ella han nacido muchas vocaciones. El padre Loncho, primer obispo de Piedras Negras, fue párroco de San José. La iglesia está en el corazón de una colonia que don Eugenio Garza Sada hizo para sus trabajadores. Viviendas para obreros, sus casas serían ahora consideradas de clase media alta. Las compraron sus dueños mediante descuentos que se hacían a sus salarios. Hace poco cierto señor que asistió a una de mis conferencias me pidió que asistiera a una fiesta en su casa de la Cuauhtémoc. Celebraría en familia, con una merienda de tamales, el pago del último abono de la casa. Ese último pago, que recibió con toda solemnidad un enviado de don Eugenio Garza Lagüera, fue de 35 pesos. Cubrió el señor la suma con un billete de 50, y en tono principesco, en medio de la risa general, le dijo al importante funcionario de la Cervecería que fue a recibir el pago podía quedarse con el cambio.
La otra noche que digo, en un salón al lado de aquel hermoso templo, hablé de San José, uno de mis queridos santos. Dije que él repitió a su modo las palabras de María: “Hágase en mí según su palabra”. Dudó, es cierto, pero el mismo Jesús dudó en la cruz: “¿Por qué me has abandonado?”. Al final, sin embargo, el carpintero oyó la voz del ángel, aunque nada más lo vio en sueños.
Santo de la humildad es San José. En las escenas de la Natividad aparecía siempre en segundo o tercer plano, iluminado apenas por la pequeña lámpara que siempre la tradición ponía en sus manos. Los pintores, obedeciendo la orden de los jerarcas que pagaban por los cuadros, disimulaban la paternidad terrena de José para no contrastar la filiación divina de Jesús.
Humilde, es sin embargo San José uno de los muy pocos santos a cuyo nombre el pueblo pone la palabra reverencial “Señor”. Señor San José... Señora Santa Ana... Señor San Joaquín... Señor Santiago... Escasamente habrá algunos más. De la humildad nace la grandeza. El que se encumbra o pone al frente puede ganar titulares en los periódicos y entrevistas en la televisión, pero no la santidad.