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¡Aaaarroz!
Campeche es hermosísima ciudad. Está en la lista de los sitios pertenecientes al patrimonio de la humanidad. Sus murallas, recias paredes que protegían a la rica población contra el ataque de piratas, son un collar de piedra que ciñe a la ciudad igual que una hermosa faja se enreda al talle de una mujer airosa.
Me gusta ir a Campeche por muchas y variadísimas razones. Una de las principales y mayores es La Pigua, el restorán campechano más tradicional. Si vas a Roma debes por fuerza visitar la Basílica de San Pedro. Y si a Campeche vas debes por fuerza visitar La Pigua. Ahí se comen los sabrosísimos guisos campechanos, sobre todo el pan de cazón, delicia que no tiene parigual, o la mítica y legendaria hueva de liza, manjar al cual se atribuyen miríficas virtudes en cuanto a la potencia de los varones se refiere. Yo no pido pan de cazón. Siempre pido hueva de liza. Por el sabor, sabe usted.
Jamás dejo de ir a La Pigua cuando a Campeche voy. Y no soy el único: el afable propietario del establecimiento, don Francisco Hernández, a quien sus coterráneos llaman con afecto Francis, tiene una extensa galería fotográfica en la cual figuran notables personajes de muchas nacionalidades que han ido a degustar las delicias que en su cocina se preparan. Ahí reyes y príncipes; ahí presidentes y primeros ministros; ahí altos jerarcas religiosos; ahí artistas de fama, ilustres escritores, gente de la farándula sonora, del cine, radio, teatro y televisión...
La última vez que fui a La Pigua me sirvió don Francisco un gran banquete que ni Vatel habría podido confeccionar. Entre los seis o siete platos que formaban el espléndido menú había uno que encomié lleno de entusiasmo. Era un arroz servido en copo, una de cuyas mitades se aderezaba con pequeños camarones y la otra se pintaba de negro con la tinta de ricos calamares. Tanto elogié el sabor de ese magnífico platillo, con voz tan encendida alabé su artística presentación, que Francis anunció a los comensales que en adelante ese arroz llevará mi nombre distintivo, pasando a llamarse “Arroz a la Catón”.
Gran distinción es ésa, semejante a un título honorífico, a una preciosa presea o decorada condecoración. No es el primer manjar en ser bautizado con mi apelativo. El restorán El Charro, situado sobre la Carretera Nacional, muy cerca de Santiago, Nuevo León, sirve un insigne guiso llamado piernil de cerdo. Un buen día apareció ese nombre gramaticalizado: “pernil de cerdo”. Yo puse el grito en el cielo, en la tierra y en todo lugar por aquel desafuero cometido contra la tradición, por aquel desacato a Su Majestad el Uso. Mi voz fue oída por los dueños del establecimiento, que mandaron hacer otros menús. En ellos apareció, como uno de los platillos principales, el “Piernil de Catón”.
Benditas sean las bondades del Señor y de mi prójimo, que llenan mi vida con tantos dones que todos los vocabularios de la Tierra no serían suficientes para agradecer.