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Adulterio (II)
Aquel señor era adúltero. Lejos de mí la temeraria idea de juzgarlo: el que esté libre de piedras que lance la primera culpa. Pero sus hijos sí lo juzgaban. En tiempos de antes se les decía a los hijos que no debían juzgar a sus padres. Pero los usos cambian: ahora los hijos juzgan hasta al Santo Padre.
Temerosos de los efectos que la conducta de su progenitor podía tener en la futura herencia, las hijas e hijos acordaron hablar con él. Lo convocaron, pues, para tratar el delicado asunto. Una de las hijas, la mayor, abrió el fuego sin ningún preámbulo.
-Papá –le dijo con severo acento-. Sabemos que es usted adúltero.
El señor no se inmutó al oír aquello. Fue como si le hubieran dicho:
-Papá: sabemos que es usted mexicano.
Impávido, impertérrito, respondió con laconismo:
-¿Y?
Alabo la concisión de esa respuesta. Nada como economizar palabras. Con esa sola letra el señor quería decir: “¿Y qué se deduce, concluye, infiere o sigue de eso que me dicen, o a qué viene la manifestación que me hacen, o qué me quieren decir con eso que me han dicho?”. No dijo nada de eso. Sencillamente preguntó: “¿Y?”. Si el silencio es oro ese “¿Y?” era plata pura.
Habló otro de los hijos:
-No nos parece bien, papá, que esté usted cometiendo adulterio. Eso va contra la ley y contra la moral. Y luego está la sociedad, el qué dirán. Nos da vergüenza tener un padre adúltero.
-¿Ah sí? dijoel señor-. Vamos a ver. Tú ¿de qué vives?
El hijo se azoró.
-Usted sabe, papá –respondió turbado-, que vivo del rancho que usted me pasó.
-¿Y tú? –se dirigió el señor a la hija que primero lo había interpelado-. ¿De qué vives?
-Papá –contestó ella con la misma turbación-, ya sé lo que me quiere decir. Mi marido es flojo, desobligado. Si no fuera por lo que usted me da mis hijos y yo pasaríamos hambre.
Preguntó el hombre al otro hijo y a la otra hija:
-Y ustedes ¿de qué viven?
Por ambos habló la hija:
-Vivimos también gracias a usted, papá. A mi hermano le puso un negocio, y aunque no saca de él lo necesario para vivir, usted le tiene asignada una mensualidad. A mí me regaló una casa, y en ella vivo con mis hijos, pues mi marido me dejó. Usted nos mantiene; gracias a usted tenemos qué comer.
-Ya veo –resumió el señor-. Dicho con otras palabras, todos ustedes viven del dinero que les doy.
-Así es, papá –reconoció el mayor hijo-. Ésa es la verdad.
-Y díganme –preguntó el padre-. Mi dinero ¿también es adúltero?
Ya no dijeron más los hijos. Callaron todos. Eso, digo yo –callar-, es lo que debieron hacer desde el principio. Que reclamara su madre estaba perfectamente puesto en derecho y en razón, pero ellos no. Y no porque su papá los mantuviera, o porque el señor hiciera bien –de hecho hacía muy mal- al andar de picos pardos, sino porque sigue siendo verdad eso de que los hijos no deben juzgar a sus padres. Prescripción es ésa del decálogo mosaico. Bajo tu amparo nos acogemos los papás, oh cuarto mandamiento de la ley de Dios.