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Mirador 21/06/16
Don Abundio posee la socarronería del campo, pero es dueño también de su cortesanía.
Tenía yo poco tiempo de conocerlo —de esto hace mucho tiempo— y una tarde que fui a su casa lo encontré a gatas en el suelo, sirviendo de caballito a uno de sus pequeños nietos.
—¡Caramba, don Abundio! —le dije en son de burla—. ¡A su edad!
Sin levantarse me contestó:
—Dígamelo cuando sea usted abuelo.
Pasaron los años, cada uno más aprisa que el anterior, y un día don Abundio me vio a gatas en el suelo, gozoso caballito para mi nieta, que reía feliz. Pensé que el viejo me iba a asestar una de las frases más odiosas que hay en nuestra lengua: “Se lo dije”.
Nada dijo. Pasó de largo con la vista al frente, como si no hubiera visto a la niña ni al caballo. Después, en la cocina, le dije para justificarme:
—Ya soy abuelo, don Abundio.
Me respondió con la frase de congratulación que se usa en el Potrero:
—Bien haiga.
¡Hasta mañana!...