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Consultas con la vida (II)

La lluvia del otro día me trajo un pensamiento: de pronto llegan lluvias a la vida que te la mojan toda, y te la cambian. Decir tal cosa no es filosofar, ni siquiera en la económica modalidad de la filosofía barata: es simplemente decir una verdad sabida y comprobada.

Por el periódico y la tele supe que esa lluvia no fue local, estrictamente saltillense. Yo tiendo a suponer que lo que pasa aquí no pasa en ninguna otra parte del planeta. A veces, debo reconocerlo, me falla esa suposición (Supositorio, decía un culterano locutor). Por increíble que parezca, cosas que suceden en Saltillo se ven también en otros continentes.

Parece que llovió igualmente en otras ciudades del país. A lo mejor, estoy pensando, fue una especie de lluvia universal. Preguntaré si también llovió en Arteaga, la Villa de Santiago y el Potrero de Ábrego, a fin de confirmar ese suposi... esa suposición.

A este amigo mío de Monterrey le llegó un día su lluvia. Pero no le llegó de pronto, inesperadamente, ni con violencia de tromba o tempestad. Su tormenta se fue formando poco a poco: un gesto aquí, una palabra allá, una actitud, un pensamiento... El caso es que cierto día mi amigo se percató sin duda de que ni él amaba ya a su esposa ni su esposa lo amaba ya a él.

Yo sé que amo a mi esposa, y que sin ella no acertaría ni siquiera a encontrar el camino de mi casa. Soy débil, pero mi amor por ella no lo es. Existe ese amor desde el mismísimo primer instante en que la vi, y con los años ha aumentado, y aun a estas alturas crece cada día. El caso de mi amigo es bien distinto. Él fue de más a menos, y de menos a nada.

Un día se dio cuenta de que sentía por su esposa lo mismo, digamos exagerando un poco, que por la puerta del garage.

Aquello habría sido una tragedia si no es porque la esposa sentía exactamente lo mismo por él: nada. Hablaron, y decidieron que la costumbre, los hijos y el qué dirán no eran lazo lo suficientemente fuerte para mantenerlos juntos. Pensaron que si cada uno vivía por aparte los dos habrían de vivir mejor. No hubo reconvenciones ni tristezas; fue un arreglo de socios que tranquilamente deciden liquidar su sociedad. Ahora los dos son muy amigos, bastante más que antes. Cuando están juntos charlan alegremente, recuerdan los buenos tiempos y se hallan a gusto el uno con el otro. Cosa muy diferente al desamor, el hastío, la indiferencia y el desabrimiento de antes.

Pero no acaba aquí la historia. El otro día vi a mi amigo en una tienda. Iba con un niño pequeñito de tres o cuatro años. Ya dije que mi amigo es más o menos de mi misma edad.

-Qué lindo tu nietecito -lo felicité.

-Es mi hijo -aclaró él con voz en la que no había orgullo ni turbación, sino vida nomás.

-Te envidio -dije yo por decir algo.

Llamó a una señora joven y no fea -así decía la revista Confidencias- que estaba algunos pasos más allá, viendo algo, y me la presentó como su esposa.

La verdad, aquí entre nos, es que no siento envidia por mi amigo. Cuando uno es feliz no envidias la felicidad de nadie. Pero me salió al paso la vida con una más de sus consultas, con otra historia suya, y quise ponerla aquí. Sea esta historia una más de las cosas que me trae el viento.