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Las guacamayas se comen (III)

En un hermoso libro Stefan Zweig habló del arcano de la creación artística, y examinó las fuentes de donde mana la inspiración de los poetas. Ahí se refirió el gran autor germano al numen, al estro, a las musas y a todos los demás nombres que recibe el misterioso impulso que mueve a los artistas a concebir y sacar de sí sus grandes producciones.

Yo, más prosaico, pienso que la inspiración nace de un cuerpo satisfecho. 

Después de haber comido bien, y más con ge, se manifiesta el genio del artista como una acción de gracias a lo divino y a lo humano. “Ganado el pan el verso sale solo”. Eso, o algo como eso, escribió José Martí.

La tesis consagrada es la del artista pobre de cuya hambre sale la obra maestra. 

Tal es el estereotipo consagrado en “Escenas de la vida bohemia”, de Murger. En otras artes existe el mismo pensamiento. Rafael Gómez “El Gallo”, gran matador de toros, le dijo a un señorito gilí que aspiraba a lidiador: “Jamás podrás llegar a ser un buen torero, ninio. Nunca has tenido hambre”.

Yo, con el mayor respeto para don Rafaé, pienso que de un estómago vacío no pueden salir más que borborigmos, que así se llaman técnicamente los gruñidos y ruidos de las tripas. Un cristiano con hambre -con hambre de verdad, no hambre literaria- no se va a poner a filosofar, ni a escribir un poema o una balada en mi menor. Va a buscar qué llevarse al tragadero, pues eso de comer es el instinto básico del hombre. “Primero comer y luego ser cristiano”, prescribe el sapientísimo refrán. Con más razón primero comer y luego hacer versitos.

Digo todo eso porque después de haber comido en León aquella guacamaya -pan francés rellenado con una quesadilla, trozos de chicharrón durito, cebolla en vinagre, cueritos de cerdo en escabeche y salsa picante- me sentí en un estado de beatitud tal que si hubiera escuchado coros de serafines y querubines aquellos cantos me habrían parecido cosa natural. Tan iluminado me sentí que le pedí a Javier sus instrumentos de trabajo: cuchillo, cuchara, tenedor, y en arrebato de súbita inspiración procedí a crear un nuevo platillo, que resultó ser una variación mejor que el tema original. Corté un trozo cuadrado y plano de chicharrón durito, de unos 15 centímetros de lado; lo cubrí con una delgada capa de frijoles molidos, añadí una segunda capa de crema, y sobre ese colchón y sábana acosté una buena cantidad de cueritos de cerdo cortados en pequeños trozos y mezclados con lechuga también picada y rodajas de cebolla en escabeche. Luego rocié esa sabia mezcla con abundante queso rallado, y coroné la obra con una generosa porción de salsa picosita.

El resultado fue extraordinario, lo digo aunque eso ofenda mi proverbial modestia. El nuevo platillo recibió el aplauso unánime de los comensales, y Javier dijo que bautizaría con mi nombre esa fantástica creación: “Guacamaya de Catón”. Ni Vatel cuando hizo la crema Chantilly, ni la Melba cuando inventó su postre, ni Rossini o Chateubriand cuando crearon sus famosísimas recetas de filete deben haber sentido la inmensa sensación de gloria que experimenté al saber que había enriquecido la gastronomía universal con esa perfecta creación. Sin embargo rechazo todo mérito por ella. La inspiración no me llegó de las musas, el numen o el estro: me vino de un estómago satisfecho. Demos gracias a Dios.