El Cristo que abrió los ojos

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El Cristo que abrió los ojos

¡Sí abrió lo ojos!

El Cristo abrió los ojos. El Cristo místico del que habló San Pablo. Ese cuerpo místico integrado por todos los que creen en Cristo, y al abrirlos reconoció a quien es su cabeza  como su Señor, su Maestro, su Salvador y su Amigo. 

Abrió, el cuerpo místico de Cristo los ojos de la fe y con ellos vio, en la imagen crucificada,  el momento de la mayor victoria. Cristo en el último lugar del servicio que es el primer lugar del amor. “Nadie tiene más amor que quien  da la vida por los que ama” había dicho Él mismo.  

La mirada de los ojos de la fe abiertos en el Cristo místico, pueblo de Dios, comunidad de gracia y de amor, contemplaron también, en el novenario que ha concluido, la presencia salvadora del Cristo sufriente en la carne, la vida y la dignidad lastimada de todos los que sufren. “Lo que hagan al más pequeño, al más insignificante, a Mí lo están haciendo”.

Tuve hambre y me diste de comer alimentando al hambriento. Tuve sed y me diste de beber calmando la aridez del sediento. Y me vestiste cuando estuve desnudo cada vez que diste ropa al necesitado. Me visitaste en la cárcel cuando te acercaste al hermano en prisión.  Estuviste conmigo en la enfermedad cuando visitaste al agobiado por sus malestares.

Los ojos abiertos de la fe en el Cristo místico descubrió que la familia es para el amor. Descubrió el tejido del amor esponsalicio de los cónyuges, del amor paternal y maternal  que se vuelca hacia los hijos y el amor filial que se desborda hacia los padres. En ese tejido vio también el amor fraterno que une a los hermanos en el nido de la comunidad familiar. Descubrió el amor familiar que va a hacer bien a otras familias. 

Si. Ese fue el verdadero prodigio de estos días de fuego y luz. Se abrieron los ojos de Cristo. Ese Cristo configurado con tantas vidas humanas que se iluminaron en un amanecer de descubrimiento y de toma de conciencia. 

Dios es amor. Cristo vino a hacernos familia para que en esa escuela de amor se formara una nueva humanidad iluminada, resucitada e inflamada, peregrina hacia bienes eternos.
El fruto de estos días de gracia son esos ojos abiertos de la fe. Esa mirada nueva dirigida al hermano mayor crucificado, víctima inocente. Con su sacrificio purificó a los culpables. Ahora encontrarán misericordia y no sanción si tienen dolor de lo cometido y decisión de vida nueva.

Este es el verdadero prodigio que ha preparado la fiesta. El buen rezar, el buen cantar, el bien comprar, el bien charlar y el bien cenar se unirán a los resplandores de la pirotecnia  en un 6 de agosto más de esta ciudad, de ojos y corazón abierto, para celebrar la vida y para celebrar la fe...