Un día, cuando en mi primera juventud me dio por viajar de aventón a muchas partes, fui a caer en un pequeño pueblo de Jalisco llamado Pihuamo. Gente muy buena, campesina, me recibió por la noche en su ranchito, y dormí un sabroso sueño en la bodega del maíz. Me despertaron en la madrugada los sonoros mugidos de las vacas que pedían ordeña.
Me levanté, y en la oscuridad que todavía no disipaba la luz del nuevo día encaminé mis pasos al corral. El señor de la casa, al verme, trajo un jarro de regular tamaño, en él puso la leche que salía caliente y humeante de la ubre de la vaca que estaba ordeñando. Luego puso en el jarro una tablilla de chocolate, y terminó de llenarlo con un generoso chorro de alcohol puro de caña. Dijo el hombre al hacer esto último: “Un chingadazo de lo bueno, joven, pa’que le sepa”. En este caso esa fuerte palabra servía para designar una dosis generosa de algo. Terminada la mixtión el señor meneó el jarro a fin de que se mezclaran bien aquellos ingredientes, y luego me lo alargó con la grave cortesía de los rancheros cuando ofrecen algo.
Hacía un frío del carajo. De la sierra bajaba un viento de lobos capaz de hacer tiritar en el infierno a los demonios. La neblina llegaba hasta el suelo. Yo estaba helado hasta... no diré hasta dónde, pero estaba helado. Le di un trago a aquel mágico elixir y fue como darle un trago al Sol, o por lo menos a la lumbre que ardía ya en el fogón de la casa. En menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco una grata tibieza me llenó todas las fibras corporales, y luego las del alma. Jamás he bebido cosa alguna que me haya hecho sentir tan bien, y vaya que he bebido muchas cosas que me han hecho sentir muy bien. Si yo pudiera confeccionar esa mirífica poción en el exacto modo en que la elaboró aquel demiurgo campesino, la patentaría, y de seguro me haría millonario en dólares vendiéndola en las heladas regiones del norte de Estados Unidos, en Alaska y Canadá.
Otro líquido parecido a ése, pero de inferior calidad, recuerdo haber bebido en farragosas farras en la Ciudad de México. Por las esquinas de San Juan de Letrán, calle cuyo precioso nombre se cambió por la estólida designación de “Eje Central Lázaro Cárdenas”, había hombres callados que vendían un raro bebistrajo al cual atribuían poder vigorizador, especialmente en lo que atañe al menester erótico. Esa bebida estaba hecha con partes iguales de leche de vaca y leche Nestlé. Se calentaba la mezcla en una parrilla de gas y se le añadía un par de cucharadas de chocolate en polvo, entonces grandísima novedad. A continuación el vendedor volvía la vista a todas partes, receloso, y luego, volteándose hacia la pared a fin de no ser visto, le añadía al líquido un chorrito de mezcal. (Era muy poco, por eso en esta ocasión no dije “chingadazo”).
Muy recordadas son también las famosas “veladoras de Santa”. Esta señora —todos le decían Santita— inventó en la Capital otro notabilísimo brebaje compuesto de té de canela, jarabe de diferentes frutas y alcohol de botica. Ella o su cantinero ponían una hilera de vasos sobre el mostrador, los llenaban de corridito y luego les prendían fuego a todos con un solo cerillo. El mesero servía las veladoras en las largas mesas comunitarias donde los clientes se acomodaban. Para apagar las llamas ponías la mano sobre el vaso con gesto elegante y displicente de conocedor. No era raro ver, mezclados como iguales con los astrosos parroquianos del establecimiento, a Cantinflas, Jorge Negrete o Agustín Lara, y ocasionalmente a gente menos importante, como algún presidente de la República.
En este punto suspendo la escritura. Se me ha hecho agua la boca con estos sápidos recuerdos. Es ya la una de la tarde, y voy a echarme un tequilita en homenaje a aquellos insignes brebajes de mi ayer.