“Si Ted Kennedy hubiera tenido un Volkswagen ahora sería Presidente de los Estados Unidos”.
Así decía aquel cartel publicitario que jamás se publicó.
Estaba muy reciente el suceso de Chappaquidick. En un puente sobre el pequeño río de ese nombre un automóvil conducido por el senador Edward Kennedy resbaló y fue a caer en la gélida corriente. El político pudo salir del vehículo, y salvarse, pero Mary Jo Kopechne, su compañera de esa noche, murió ahogada.
Aquel ingenioso anuncio hacía alusión al hecho de que el Volkswagen sedán tenía tan herméticamente sellada la carrocería que -se decía- flotaba en el agua. Si Kennedy hubiera ido con su amiguita en uno de esos coches, sugería el cartel, no habría visto frustradas sus aspiraciones presidenciales por el escándalo que se produjo.
En ese tiempo yo hacía mis prácticas de periodismo en la revista “Look”, espléndido semanario que se editaba en Nueva York. Fui a recoger no sé qué originales a una empresa de publicidad de Madison Avenue, y ahí vi aquel cartel que nunca se difundió. Los abogados de la Volkswagen tuvieron miedo de una demanda judicial, y lo vetaron.
Ahora que está de moda el apellido Clinton diré que los escarceos amorosos de Bill tienen antecedentes en la historia. George Washington, el llamado Padre de los Estados Unidos, era famoso por su afición a las faldas, y de Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia, se dice que llenó de mulatitos las plantaciones de Virginia. Las negras le gustaban, lo mismo que sus artes para hacer en la cama ciertas cosas que las mujeres blancas estaban muy lejos no sólo de hacer, pero ni siquiera de saber, y hasta de imaginar.
El Presidente Roosevelt, tan serio él, tan estadista, se daba tiempo para escapar de su mujer, doña Eleanor, que era muy inteligente, pero más fea que el pecado. Que un pecado feo, quiero decir, porque los hay muy bellos. Pobrecita, Dios la tenga en su santo reino.
Eisenhower, máximo héroe de la Segunda Guerra y por eso Presidente de los Estados Unidos, era un ejemplo de armonía conyugal junto a su esposa Mamie. Sin embargo después de su muerte se supo que había tenido un romance turbulento con cierta inglesita cuyo nombre no recuerdo pero que escribió un libro cuyo título es “Eisenhower was my boss” (“Eisenhower fue mi jefe”). La linda chica fue chofer del gran militar durante los años que éste permaneció en Londres. Y fue también algo más que su chofer.
Patton, por su parte, disfrutó del encanto femenino durante todo el tiempo que duró la Segunda Guerra. Cuando volvió a los Estados Unidos le pidió a su asistente que permaneciera a su servicio. Se cuenta -no sé si sea cierto- que el primer día en su nuevo trabajo de civil el rudo sargento entró a las 6 de la mañana en el cuarto donde dormía su jefe, que estaba ya en su casa. Siguiendo la antigua rutina abrió las cortinas de la habitación; anunció en voz alta: “Son las 6, mi General”, y luego le dio unas palmaditas en los glúteos a la esposa de Patton al tiempo que le decía:
-Ya es hora de que te vayas a tu casa, linda. Afuera te entregarán tu dinerito.
Una ciega fatalidad persigue a los poderosos, llámense Jasón el de los griegos o Clinton el de los americanos: sus escarceos de colchón siempre salen a la luz. Feliz el hombre sencillo que puede echarse una canita al aire de vez en cuando sin que sus ires y venires provoquen escándalos internacionales.