En Coahuila el caldero político empezó ya a arder oficialmente. Extraoficialmente estaba ardiendo ya desde hace meses. Empezó formalmente la carrera de quienes aspiran a ser gobernador (o gobernadora).

No cabe duda: con eso de la democracia las cosas se han complicado mucho. Antes el proceso de designar al nuevo gobernante era de una simplicidad franciscana. Cuando el tiempo estaba en sazón el gobernador en turno viajaba a la Ciudad de México y sostenía una entrevista con el Presidente. Le decía:

-Señor: Coahuila está listo para recibir sus instrucciones.

El Presidente declaraba, solemne, que eran los coahuilenses mismos quienes debían escoger a su próximo gobernador, y manifestaba su absoluto respeto a la soberanía del Estado y a la libre voluntad de los ciudadanos. El Gobernador escuchaba con atención aquellos pronunciamientos sonorosos y asentía con gravedad moviendo la cabeza, pero sabía bien que esas palabras eran únicamente el prólogo para la manifestación de la omnímoda decisión presidencial. Así como el oráculo de Delfos anunciaba sus sentencias con sacudimientos de tierra, rugidos de los profundos senos abisales y fumarolas de volcán, así el señor Presidente no daba a conocer sus intenciones sin antes envolverlas en frases de preparación.

Si el prolegómeno era largo el Gobernador se inquietaba. Empezaba a juntar la primera letra de cada párrafo del discurso presidencial para ver si se formaba un acróstico con el nombre del elegido, pero sólo obtenía la serie TRPSFGIMNFGU, que no le decía nada. Terminada aquella peroración protocolaria el señor Presidente cambiaba de conversación. ¿Había llovido en Coahuila? Al oír eso el Gobernador se preguntaba si el señor Presidente estaba insinuando que el elegido era agricultor o ganadero. Luego el Primer Magistrado se interesaba por el viaje de su visitante. ¿Fue cómodo? Seguramente sí, respondía él mismo, pues el sistema ferroviario había mejorado mucho. El gobernador, sudoroso, se exprimía los sesos. ¿Trabajaba en los Ferrocarriles algún coahuilense que pudiera ser su sucesor? Luego el Presidente recordaba que en Saltillo había comido una vez un dulce sabrosísimo, de membrillo, hecho por una señora que se llamaba doña Toñita. Doña Toñita… Doña Toñita... El gobernador se angustiaba tratando de recordar quién era esa doña Toñita. ¿Sería posible que el Señor Presidente estuviera pensando en una mujer para gobernadora?

En ese preciso instante el Primer Mandatario se ponía en pie y daba por terminada la entrevista. Le tendía la mano al Gobernador  y expresaba sus fundadas esperanzas de que los coahuilenses sabrían elegir al mejor hombre para seguir enarbolando la bandera del Partido, que era la de la Revolución.

El gobernador, confuso, farfullaba una despedida. Lo único que había sacado en claro era que su sucesor sería hombre. Así lo había dicho el Presidente: “Elegir al mejor hombre para enarbolar la bandera de la Revolución”. Pero fuera de eso, nada. ¿Sería que el señor no consideraba oportuno hacer todavía la designación? ¿Había cometido él la temeraria imprudencia de adelantarse a los tiempos políticos? ¡Santo Dios, qué grave error! Seguramente el jefe lo tomaría por un inepto. Enhoramala se le ocurrió venir.

Ya se dirigía a la puerta cuando de súbito el Presidente parecía recordar algo.

-Ah, señor Gobernador -decía como a la ligera-. Le ruego que me salude a Fulano. Es un gran coahuilense y un gran amigo mío.

Asunto arreglado. Fin.