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¿¡El reyezuelo qué!?

Recuerdo como si hubiera sido ayer el día que resultó electo.

La victoria se la dio una amplia y jubilosa mayoría que, como una constante histórica, celebra el ascenso al poder de cada nuevo redentor autócrata para después repudiarlo y esperar la llegada del siguiente mesías, en un ciclo sin fin.

 Y aunque en cada carnaval de estos hay una cuota de aclamación comprada, un séquito devoto que espera participar del festín que está por iniciar, e incluso algunos representantes de la más ociosa curiosidad, es obvio que en una considerable proporción la masa se conforma de personas que realmente están depositando allí sus más encarecidas ilusiones, sueños y esperanzas.

El carnaval aquella vez fue apoteósico. Y vaya que en cada ocasión, en cada nueva elección, el ungido superaba a su antecesor en pompa y circunstancia. Tan sólo seis años atrás, su predecesor había hecho de su toma de protesta una auténtica entronización faraónica, al mudarla de un recinto solemne al estadio de beisbol.

 Pero aquel año Humberto Moreira rompió cualquier precedente. Las crónicas de la televisión local reportaban una concurrencia de 60 mil almas (como si se hubiera reunido The Beatles) y aunque claro, a la Plaza de Armas no le cabe sino una fracción de dicha cifra, tampoco es para desestimar aquello que fue parte verbena popular, parte histeria masiva.

Por supuesto, la coronación de un individuo que desde entonces tenía méritos suficientes para ser encarcelado me resultaba de lo más deprimente. Y no porque abrazara con fervor otra candidatura. Su principal y más cercano contendiente era de lo más chato y de su honestidad no podría yo responder.

Pero constatar que la democracia es sólo una quimera inoperable en un mundo lleno de desigualdades, que siempre triunfará la promesa facilona, el regalito y la misma fórmula consabida, me provocó mi primera crisis adulta.

Entendí entonces que no era Humberto Moreira lo que me apesadumbraba, sino el pueblo que lo había encumbrado, mis propios coterráneos, mi patria chica.

Se repitió la amarga experiencia cuando el PRI regreso a Los Pinos. Y no porque con el PAN estuviéramos cantando en Jauja, sino porque nuevamente, el grueso del País reclamó la ilusión de la que prefiere vivir con tal de no confrontar el duro reto que exige una transformación sustancial.

Por supuesto que un petimetre engominado, con visibles muestras de inanición intelectual, adornado con una prima donna de esos sueños opiáceos llamados telenovela, me resultaba ofensivo.

  Pero más oprobioso y desmoralizante me resultaba el hecho de que efectivamente, el voto en las urnas le había dado la indiscutible mayoría. A base de regalos, de las promesas acostumbradas, de carisma forjado al fulgor del Canal de las Estrellas, de mucha ignorancia y de una buena dosis de miedo —infundado vía López Dóriga y Compañía—, pero su triunfo era perfectamente contabilizable.

Nos reunimos a seguir la cobertura hasta el final y aquello fue como un velorio. No porque lo deplorable de la oferta política ganadora nos pareciera el fin del mundo (crecimos bajo ese mismo régimen), sino porque había una nación avalando su regreso, besando la mano del tirano, ahora perfectamente manicurada, pero sin duda la misma que siempre ha empuñado la correa.

Ayer sufrí un tercer desencanto. Francamente nunca, nunca, nunca imaginé un escenario en el que Trump ganara la Presidencia de los Estados Unidos. Me tomó por completa sorpresa por dos razones:

Primero, porque pensé que los gringos votarían mejor. No porque crea que son mejores, más inteligentes o mejor educados que nosotros. Sencillamente porque siendo un país de barrigas llenas (en contraste con un México de hambre histórica), supuse que tomarían decisiones menos viscerales. En mi candidez aun creo que cuando alguien tiene resuelto lo indispensable puede comenzar a preocuparse por el bien común. Pero no la sociedad gringa, que al parecer prefiere suprimir los derechos de cualquier minoría antes que sacrificar la más pequeña de sus comodidades. Sorry, los creía capaces de más.

Tampoco pude anticipar el resultado de ayer porque ninguna encuesta lo perfilaba como ganador. Es decir, ganó la intolerancia de clóset. Dado que las ideas en el discurso de campaña de Trump son demasiado aberrantes como para que una buena parte de los encuestados evitara reconocerlas, pero no tanto como para dejar de votar por ellas.

Mas otra vez, no es Trump o su triunfo lo que me tiene desencantado, sino es la decepción de la gente de la que, pendejo uno, siempre esperamos de más.
No creo en el muro, ni en la purga de indocumentados, mexicanos o musulmanes (espero esta vez no equivocarme). Y hasta pienso que con este mamarracho o la señora Clinton nos habría de ir más o menos igual.

Lo preocupante es lo lejos que está el mundo de una integración civilizada, dado que el discurso de intolerancia se vendió -está visto- demasiado bien. No me da miedo Trump, le temo al pueblo que celebra todos los ideales que promovió para ganárselo.

 Como dato, el voto fuerte de Trump se puede ubicar demográficamente en el sector con escolaridad más baja (igual que el PRI en México). También obtuvo un apoyo decisivo de la comunidad cristiana. Ignorancia y fanatismo, allí está el peligro. ¿¡El reyezuelo qué!?

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