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¡Feliz Navidad, amigos!
Los niños de mi generación fuimos muy afortunados, no teníamos televisión ni Internet; y no es que esté en contra de la tecnología, lo que sucede es que a los de hoy, esos dos medios les consumen mucho tiempo, y se pierden de muchas cosas que si no se disfrutan en la infancia, en la adultez ya no podrán. Nosotros, en aquellos años que hoy se antojan remotos, jugábamos mucho con la imaginación, nos inventábamos mundos en los que abundaban las hadas y los duendes buenos, en los que se podía volar con sólo cerrar los ojos o zambullirse en las profundidades de un océano en el que podíamos respirar sin ningún problema, igual que los peces, y convivir con la Sirenita de los cuentos.
En aquellos años no eran importantes los juguetes de marca, cualquiera nos satisfacía. Yo adoraba las cazuelitas y los jarritos de barro que vendían en el mercado y que mi madre me compraba regateando con la marchanta; muñecas sólo tuve dos, una pelirroja y uno gordo precioso que, según decían, era japonés. Los carros, los trastecitos, las canicas, las pelotas, las casitas eran una chulada en manos de cualquier niño, porque nos divertíamos con ellos. Si uno no iba bien en la escuela, los padres y los maestros nos enderezaban; ningún padre le iba a gritonear al profesor que el mal desempeño de su chamaco era culpa del mentor. Una buena cintareada en las posaderas te hacía recapitular. Y a nadie traumaban, ni se necesitaba psicólogo para cuadrar a un flojo. ¿Qué se esperaba de uno? Obediencia, dependencia y docilidad. La mirada de los ojos de mi Rosario era contundente, sin abrir la boca me cuadraba.
Siempre fui una niña muy rebelde, de modo que las palabras no me hacían mucha mella, pero los tirantes de mi mochila de cuero, mojaditos, eran muy convincentes cuando se estampaban contra mis pantorrillas, llevados por las manos de mi madre. Me calaban hasta el alma. Y se los agradezco desde el fondo de mi corazón. Me dio cátedra de orden y disciplina, indispensables para la formación del carácter, para la reciedumbre, porque a la gente blandengue cualquier brisa la doblega. Y también me inculcó principios y valores. Decía mi madre que éstos son los que le dan fuerza al espíritu y te hacen inmune a los “golpes de la vida” –léase traiciones, sinsabores, habladurías, fracasos– y, además, te llenan la vida entera, son una armadura impenetrable para la soledad interior, que es la que está matando a la sociedad de nuestro tiempo, porque el vacío que se produce es tan profundo y devastador que compele a quienes lo sufren a andarse buscando rellenos, que lo único que producen son envilecimiento y ultraje a la propia dignidad, amén de atentar contra la vida y la salud.
Las navidades de los niños de mi tiempo eran hermosas. Y es que cuando uno tiene esa edad…TODO, pero TODO, cobra dimensiones diferentes, todo es lindo, emocionante y fantástico. Las de los niños de hoy también deben serlo. Veo las caritas de mis nietos y sus ojos brillantes cuando contemplan el pino destellante de luces cargadito de esferas. Mi memoria se remonta a las posadas del 16 al 24 de diciembre. En mi infancia gozábamos del canto de los peregrinos, llegábamos a tocar la puerta y a pedir posada, con la consecuente repuesta a coro de los de adentro y el pesebre cargado en andas, con las imágenes en barro de María y José, los pastorcitos, el burro, la vaca: “En el nombre del cieeeelo, ooos pido posaaaada…”. ¿Se acuerda? Hoy las posadas sólo son de nombre. Van entrado en desuso, igual que los nacimientos que solían poner en las casas. Y la misa de gallo a las 12 de la noche, en ella se adoraba con cantos y alabanzas al Niño recién nacido; al final de la liturgia podíamos besarlo. Y el regreso a casa para quebrar la piñata y regalarnos los dulces y las colaciones que iban brotando del barro apaleado, y a descubrir en dónde estaban los regalos que nos había traído el Niño Jesús, no Santa Claus.
No perdamos la costumbre de decirle “te quiero” a los que amamos, no permitamos que el silencio de la indiferencia le gane la partida al corazón. En la época que sea, decir o escuchar un “te amo, te necesito, me haces muy feliz” alegra a quien lo recibe, pero también a quien lo entrega. Hoy es Nochebuena, no los escatime. Mañana es Navidad, prodíguelos sin mesura. Renueve su espíritu, dele motivos sobrados a su corazón para sentirse feliz. La Navidad es tiempo de renovación, de limpias, de cambios. Despréndase de rencores y de agravios, ciertos o imaginarios, son carga estéril y pesada. Viva en el amor de Dios la alegría de tener salud, trabajo, amor, familia, amigos; pida por los que no son tan afortunados como usted, ore también por quienes no lo quieran, para que les vaya bien.
¡Feliz Navidad!