Susan Sontag murió en 2004 por estos días de fin de un año y principio de otro. Nacida en 1933, esa notable mujer norteamericana se dio a conocer a los 30 años con una novela de perfecta factura: “El benefactor”. Comenzaba la década de los sesentas, en la cual tantas cosas sucedieron. Fue aquella una hora “con su vientre de coco”, para usar una centelleante metáfora lópezvelardeana, es decir una hora preñada de grandes acontecimientos. Entre ellos el principal fue la malhadada guerra de Vietnam, con la lúcida oposición que el conflicto provocó en lo mejor de la juventud de Norteamérica. En aquel entonces los enemigos de la guerra -entre ellos la Sontag- fueron tildados de traidores. Ahora se sabe que tenían razón. Lo mismo sucedió con quienes reprobaron la agresión de Bush a Iraq, inútil guerra a la que puso fin Barack Obama, al que puso fin Donald Trump.

En México la casta intelectual de la época recogió la más superficial de las doctrinas de la Sontag, aquella del “camp”, término por ella difundido para señalar aproximadamente lo que con otro nombre se conoce como “kitsch”, en alguna forma parecido a lo cursi. Lo camp era algo tan ingenuamente estilizado, tan afectado, tan artificial, tan pasado de moda y tan ajeno al gusto moderno que acababa por divertir e invitar al remedo o la parodia. La palabra se puso de moda en los cenáculos literarios mexicanos a raíz del ensayo que Sontag publicó en 1964, “Notes on Camp”. La palabra no se les caía de la boca -ni de la pluma- a Monsiváis, Piazza y demás miembros de la llamada Mafia, agrupación que en aquel tiempo detentó el monopolio de la cultura nacional. Ese monopolio, dicho sea entre paréntesis, era algo bastante camp, algo muy propio del subdesarrollo.

Lo contrario de lo camp era lo “in”. Estar in significaba estar a tono con las últimas corrientes del pensamiento, sobre todo norteamericano. Susan Sontag figuraba entre las principales representantes de ese moderno modo de pensar, que incluía la crítica a todo lo pasado -lo mismo se da en cada generación- y la actitud desafiante ante el establishment, ante lo instituído. De esa actitud el fruto mejor fue la reprobación de Vietnam que dije antes, y la denuncia del vacuo patrioterismo de la sociedad norteamericana. Con sus ensayos la Sontag alcanzó por entonces, en opinión de algunos, el mismo nivel de Emerson o Thoreau. Se me hace mucho.

Se ha hablado mucho de la inteligencia de Susan Sontag. Se le considera, con Simone de Beauvoir, la mujer más inteligente de la pasada centuria. Lejos de mí la temeraria idea de disentir de un clisé consagrado nada menos que por Sartre y repetido aquí por Carlos Fuentes. Creo, sin embargo, que debe estudiarse más la actitud emocional de Susan Sontag, y dar mayor atención a su sentimiento por encima de su pensamiento. En mi primera lectura de uno de sus libros capitales, “Against interpretation” (1966) subrayé una frase que considero clave: “Interpretation is the revenge of the intellect upon art”. La interpretación es la venganza del intelecto sobre el arte. Es decir la venganza de la razón sobre la emoción.

Me pregunto si en el fondo de la rebeldía de Sontag no yacía la clásica actitud romántica, de sentimiento contra pensamiento. Me pregunto si más que una mujer inteligente no fue Susan Sontag una mujer sensible. Nadie pretenda ver en esta modesta tesis un tufo de antifeminismo: siempre he creído que la mujer es más inteligente que el hombre, y sobre todo más razonable. Lo que quiero significar es la tremenda fuerza que puede alcanzar un sentimiento cuando se expresa con apego a la razón. Los dos términos -inteligencia y emoción- no están reñidos. A mi entender, lo que hizo Sontag fue traducir un rico mundo interior, de sentimientos, a un lenguaje exterior de poderosa lógica. En esa conciliación fincó su vida. Eso la ha salvado de la muerte. En estos días de su aniversario se le ha recordado más por lo que sintió que por lo que pensó. Muchos, sin tener su dimensión, querríamos ser recordados así.