A veces -raras veces- el sueño se me va (ojalá los sueños nunca se me vayan). El insomnio, sin embargo, no me preocupa: no cuento ovejas, no bebo leche tibia ni -¡Dios me libre!- tomo una de esas pastillas que hacen dormir a quien recurre a ellas y luego lo traen todo el día apendejado.
¿Qué hago? Me pongo a recordar. Para eso la noche es muy propicia. “...En el silencio de la noche, cuando / arrulla el dulce sueño a los mortales...”. Esos endecasílabos que cito de memoria son de Cervantes. Hablan del silencio nocturno, de donde surgen las memorias como una música sin ruido.
La otra noche -cuál fue no lo sé ya- estuve acordándome de cosas que conocí en la casa de mis padres y que en la mía no se conocen ya, y menos aún en las casas de mis hijos.
Las enumeraré -como decía aquél- por número.
1-. La máquina de coser. Era el primer mueble que una recién casada pedía a su marido, antes incluso que la cama. Una casa sin máquina de coser era como una iglesia sin sagrario. La señora que no tenía la suya se encerraba a piedra y lodo, de vergüenza, para que nadie conociera aquel baldón. Eran muy útiles las máquinas de coser: cuando un hombre tenía segundo frente -es decir, otra mujer aparte de la suya- le compraba una Singer para que se mantuviera, y no tener que correr él con el gasto. Ahora, entiendo, algunas le ponen una boutique. Los enterados pronuncian la palabra con p.
2-. La lámpara “Aladino”. Eran estas lámparas un lujo extraordinario que no cualquiera se podía dar. En aquellos años había apagones en Saltillo una noche sí y otra también. Los de la compañía de luz decían que era por la guerra, pero la guerra había acabado hacía 20 años, y los apagones seguían. En todas las casas, por lo tanto, había lámparas de petróleo. Despedían esas lámparas, sobre todo si la mecha estaba ya gastada, un humo pestilente que tiznaba los tubos, y aun las paredes y los techos. No así las fabulosas lámparas Aladino. Elegantísimas, su tubo no era abombado, como el de las lámparas comunes, sino alto y estilizado como flapper; su base y su depósito no eran de vulgar vidrio, sino de cerámica. Y no tenían mecha: tenían lo que se llamaba “capuchón”, un tejido sutil, como de telaraña, que se encendía milagrosamente hasta ponerse de un color rojo vivo, y ardía sin quemarse. No despedían humo aquellas lámparas, ni olían a petróleo. Yo estaba muy orgulloso porque en mi casa había una -una, nada más- lámpara Aladino.
3-. La garrocha. Los techos de las antiguas casas saltilleras eran altos, muy altos, del doble o triple de las casas de hoy. Las sabias arañas tejían sus telas allá, arriba, de modo que la escoba no las podía alcanzar. Entonces se usaba la garrocha, que era un largo carrizo a cuyo extremo estaba un mazo de ixtle que servía para quitar el polvo, las telarañas, y todo lo que no se podía quitar por otro medio. ¡Qué grandes y altas eran las garrochas! Ante mis ojos de niño tenían estatura fabulosa. La primera vez que vi en Nueva York el Empire State exclamé boquiabierto: “¡Carajo! ¡Se me hace que es más alto que la garrocha de mi casa!”.
4-. El estropajo. Era una porción de fibras de ixtle, las más finas, acomodadas en círculo y usadas para fregar los platos o, en el baño, para restregar el cuerpo. Nuevos, eran los estropajos casi un objeto artístico, de armoniosa, aplanada redondez; pero el uso bien pronto los ajaba y convertía en un guiñapo informe. A quienes tenían el pelo rubio y andaban despeinados les decíamos “cabeza de estropajo”.
Idas son ya todas esas cosas. Muchas de las que usamos ahora se irán luego también. Y nosotros con ellas.