Obregón, el memorioso

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Obregón, el memorioso

Armando fuentes aguirreTodavía hasta hace pocos años había en Saltillo quienes sostenían que no debería haber en Coahuila ninguna calle con el nombre de Álvaro Obregón. “El Manco de Celaya”, afirmaban, tuvo parte en el proditorio asesinato de Carranza, y siendo de Coahuila el “Varón de Cuatrociénegas” era absurdo honrar a quien lo asesinó.

Difícil sería probar indubitablemente que el sonorense fue autor intelectual de ese tremendo crimen esquiliano. Sabemos, sí, que el “Manco” no se ponía la mano en el corazón –la única que tenía– cuando se trataba de hacer a un lado a sus rivales. El ingeniero Pablo González Miller, gran caballero y gran historiador, me dijo una vez que había hecho una lista de 200 revolucionarios a quienes Obregón hizo matar. Lo llamó el asesino más grande que ha habido en México. Y vaya que hemos tenido muchos, y de bastante consideración.

Leo por estos días una obra que hallé en una librería de viejo en Guadalajara. Se trata de las memorias del licenciado Juan Manuel Álvarez del Castillo, hermano de don Jesús, fundador del periódico El Informador. Este señor Juan Manuel fue carrancista, después obregonista, delahuertista luego, enseguida callista, cardenista a continuación, y remató en priísta. Tuvo una larga carrera que incluyó lo mismo ser presidente municipal de León que diputado federal por Tlaquepaque, secretario de Gobierno del Distrito Federal, maestro de Derecho Comparado en la Facultad de Derecho de la Universidad y luego diplomático. Casó en Estados Unidos con una norteamericana, Eleanor Koontz, de Washington, D.C. La cortejó a la mexicana: “... En la víspera de mi partida a México pasé a despedirme de mi amiga. Al retirarme, Elita vino a la puerta. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Díjele adiós depositando –inconteniblemente– un ósculo en sus labios...”
Cuando Carranza fue asesinado, Obregón vivía en el Hotel Saint Francis de la Ciudad de México. Ahí lo visitó una mañana Álvarez del Castillo, su correligionario. La visita fue arreglada por Francisco Serrano, también partidario de Obregón. No mucho tiempo después el general Serrano sería asesinado en Huitzilac. Se dijo –otra vez– que la orden de su muerte salió de Obregón. Con Serrano pereció el infortunado poeta saltillense Otilio González.

–Siéntese, lawyer –cuenta Álvarez del Castillo que le dijo Obregón esa mañana–. Llegó a tiempo para almorzar.

–Muchas gracias, mi General. Ya hice lo mismo.

–Cuando menos tome fresas con crema. Parecen muy ricas.

–“Cambió de expresión y dijo: ‘¿Ya sabe la nueva? Dieron muerte al señor Carranza. ¡Pobre Jefe! 
¡No quiso atender razones!...”

Con pocas palabras se puede decir mucho. Los revolucionarios de Coahuila siempre pensaron que Rodolfo Herrero, el asesino material de don Venustiano, fue sólo un sicario al servicio de la causa obregonista. Sigue habiendo en Saltillo calle de Obregón, pero al menos esa calle ya no hace esquina, como antes, con la que lleva el nombre de Carranza.