¡Válgame Cristo! ¡Cristeros!

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¡Válgame Cristo! ¡Cristeros!

Hubo un tiempo en que me dio por leer novelas relacionadas con la guerra de los cristeros. De esa guerra escuché hablar en mi niñez como de una epopeya o una cruzada. Tengo una memoria infantil de algo que sucedió en la Casa del Sacerdote, situada al lado norte de Catedral. Esa casa fue derruida; en su lugar hay ahora un estacionamiento. Recuerdo que ahí, un cierto presbítero le dio a una señora una estampita que llevaba como reliquia y le dijo, “un trozo, manchado de sangre, de la sotana que llevaba el padre Pro cuando lo fusilaron”. Años después me enteré de que el mártir jesuita no llevaba sotana el día de su ejecución.

El cruento –e inútil– conflicto entre la Iglesia y el Estado en México dio origen a una profusa literatura. Destacan las novelas “Héctor”, de Jorge Gram; “La Virgen de los Cristeros”, de Patricia Cox, y –la mejor a mi juicio– “Entre las Patas de los Caballos”, de Luis Rivero del Val. Leí esos libros en la pequeña biblioteca del CEES, Círculo de Estudiantes y Empleados de Saltillo, un centro de reunión para jóvenes católicos que creó el sacerdote Roberto García en una casa por la calle de Victoria, muy cerca ya de la Alameda.

Entre mis libros hay uno muy raro cuyo nombre es “Cadete”. No recuerdo el nombre de su autor, ni tengo tiempo ahora de buscarlo. Es la autobiografía de un alumno del Colegio Militar que al terminar su carrera fue enviado a combatir a los cristeros en tierras de Michoacán y de Jalisco. La rareza de ese libro consiste en que es de los muy pocos en que se puede hallar un punto de vista diferente al católico sobre el conflicto religioso.

Acabo de leer otra novela cristera que no conocía. Se llama “La Guerra Santa”, y la escribió José G. de Anda. Esta obra tiene la virtud del eclecticismo: da a conocer lo mismo los excesos del Estado que los tremendos errores de la Iglesia. Pero el mayor mérito del libro es que recoge el refranero de los Altos de Jalisco, lugar donde se desarrollan los sucesos. He aquí algunos de esos dichos:

–Los caballos tordillos, y los pendejos, se echan de ver desde lejos.
–El que al enfrenar su bestia no le arregla el capote, o es sacristán o es padrote.
–Quieres hacer agujeros donde hay tuzas.
–¿Y por miedo a qué coyote no baja mi chiva a l’agua?
–Nomás no revuelvas l’ agua, porque así la has de beber.
–Qué tanto puede el güey mear, que no se le pare el chorro?
–Son patos, les pesa el buche, y a media laguna se ’hogan.
–El sabio yerra una vez, el pendejo yerra tres, pero el terco yerra ciento.
–Después de conejo juido, pedradas al matorral.
Trae también esa novela coplas de picardía traviesa:                         
“Comadre, vamos al agua,
al pozo del otro día.
Á’i le rompieron las ollas
a la probe de mi tía.
¡Ay, ay, ay ay!
Ella la culpa tendría,
porque era muy descuidada
y ónde quera las ponía...”

En el mismo libro vienen sabrosas consejas populares. Con una de ellas doy fin a mi artículo de hoy:

“... Cuando las mujeres llegan al Cielo, San Pedro las ataja: ‘–¿Eres casada? Pásale, hijita; has de venir cansada… ¿Eres viuda? Entra, has de necesitar ayuda… ¿Eres soltera, señorita y vieja? ¡Al infierno por pendeja!’...”