Una historia real

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Una historia real

Esto que ahora voy a relatar sucedió en un pequeño pueblo de Chiapas. Igual pudo haber sucedido en cualquier pueblo mexicano de cualquier estado, desde la a de Aguascalientes hasta la zeta de Zacatecas o la ye de Yucatán.

Había en ese villorrio chiapaneco una panadería. La muchacha encargada de las ventas se percató de que todos los días llegaba un muchachillo y se robaba una pieza de pan dulce. Hacía como que estaba viendo la mercancía; aguardaba el momento en que la dependienta estaba descuidada, y luego tomaba el pan con movimiento rápido y salía a todo correr con su botín.

El dueño de la tahona, enterado de aquellos hurtos cotidianos, esperó un día la llegada del chamaco. A la hora acostumbrada llegó el ladrón de pan. Entró y se puso a ver los anaqueles llenos de las apetitosas piezas: conchas, volcanes, redos, picones, peteneras, monjas, bizcochos, alamares, chamucos, morelianas, panqués, puchas, mamones, trocantes, soletas, campechanas, orejas, roscas, turuletes, apasteladas, cuernos, orejas, trenzas, marquesote, calzones, cuchufletas, buñuelos, polvorones y repostería.

Terminada la simulada búsqueda, cuando creyó que nadie lo veía -desde la puerta lo estaba viendo el propietario- echó mano a una concha, al parecer su presa favorita, y presuroso se dirigió a la salida. Ahí el dueño de la panadería le echó mano a él.

El muchachillo trató de desasirse. Empeño vano: el panadero lo tenía agarrado con esa fuerza que los capitalistas usan para defender su propiedad. Llamó el propietario a su empleada y le dijo:

-Ve por el Municipio.
“El Municipio” era el gendarme que hacía su guardia acostumbrada en la plaza de la población. Regresó a poco la chica con el jenízaro, y el comerciante le entregó a su prisionero.

-Es un ratero -le dijo con acento de triunfo, como si le estuviera entregando a Napoleón-. Lo acabo de pescar robando.
-¿Ah sí? -habló con hosco acento el polizonte al tiempo que clavaba en el asustado niño una mirada que al mismo Bonaparte habría empequeñecido aún más-. Vamos con la Autoridá.
 “La Autoridá” era el alcalde. El munícipe hizo llamar a la madre del pequeño delincuente.

-Con la pena, doña Ligia -le dijo delante de toda la gente que esperaba audiencia-, de que su hijo aquí presente fue sorprendido robando piezas de pan.

-¿Quesque qué? -se atufó la mujer. Se volvió hacia el chiquillo y le dijo hecha una furia:

-Conque ratero ¿eh? -le dijo echando chispas-. ¿Pos qué t’as creído que sos tú para andar robando así? ¿Eres acaso alcalde o polecía? ¡Anda, chivato, sigue por ese camino y acabarás como estos hombres que estás viendo, que viven sin trabajar ni hacer nada de provecho, nomás robando a la pobre gente! ¡Malhaya sea la madre que te parió!

La madre que lo parió era ella, pero en su furia no se acordaba de esa circunstancia. Atónitos, el alcalde y el gendarme oían aquella sarta de dicterios en que eran puestos como ejemplo de malvivientes y rateros, en medio del regocijo de la concurrencia. El azorado munícipe aprovechó que la mujer hizo una breve pausa para tomar aire, y le dijo sudando de bochorno:
-Mire doña Ligia, mejor váyase.
La señora le soltó un sopapo a su hijo, y mientras lo arreaba a empujones hacia la salida lo siguió reprendiendo con rigor:

-¡Muchacho sinvergüenza! ¡Robando al prójimo! ¿Pos qué se habrá creído este hijo’eputa? ¡Ni que fueras alcalde o polecía, cabrón!