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Saltillo 440
Se han decretado algunas leyes al vapor para evitar que padres desconsiderados hasta la negligencia bauticen a sus recién nacidos con nombres cuestionables tales como Robocop, Usnavy, Email, Lady Di o Harry Potter. Ello está muy bien porque como puntadas pasan, pero arrastrar toda la vida el nombre de Emiliano Power-Ranger es un dolorosísimo estigma que a nadie se le desea.
Lástima que no hubo en otras épocas leyes semejantes para evitar que a las ciudades y poblaciones les pusieran nombres feones.
Existe en Connecticut, por ejemplo, una villa llamada Mianus, cuya pronunciación sería “mayanus”, lo que necesariamente remite a “my anus”. Por lo cual, ya imaginará, los pobladores son objeto de toda suerte chistes crueles y maliciosos albures.
Ya comparándonos con Mianus, parece que a Saltillo no le fue tan, tan, tan, tan peor en la repartición de nombres, lo que no quiere decir que nos fue necesariamente bien.
Yo no sé qué pasaba por la cabeza de don Liceo Alberto (es broma, ni se comiencen a azotar) del Canto, cuando decretó el nombre para la villa que habría de convertirse en la Capital Mundial del Sarape, el Pan de Pulque y el asfalto con acné.
Lo más probable es que estuviera pensando en la flamante esposa de su suegro, don Diego de Montemayor (fundador de Monterrey para mayores señas).
Si las leyendas son ciertas, Del Canto y doña Juana Porcayo de la Cerda sostuvieron frecuentes e intensos intercambios de fluidos, mismos encuentros que llegaron a oídos de don Diego y desataron su comprensible furia.
Parece que a los saltillenses nos chiflan desde entonces los romances furtivos, prohibidos, clandestinos. ¡Y cómo no, si lo traemos de nacencia, en los mismísimos genes de nuestros fundadores! Ello debe explicar que en estas saraperas tierras siempre se anden dando todos contra todos aunque, eso sí, el domingo todos en misa muy bañaditos y saludadores.
No nos desviemos tanto. Seguro estoy pues, que en aquel venturoso día de julio, la mente de “don Albertano” estaba más ocupada en las bragas de la Porcayo de la Cerda que en escoger un buen nombre para su más reciente fundación (efectos adversos de beber demasiado té de calzón).
—¿“Saltillo”, don Alberto? ¿Está seguro?
—Whatever!
Y es que el Capitán sólo pensaba en colocar su estandarte en otras hirsutas e inexploradas regiones de la geografía de doña Juana.
De allí pues nuestra perpetua rivalidad con los regiomontanos (a.k.a los “monterreyenos”) y de allí también nuestro anodino nombre de “Saltillo”.
Nombre es destino, dice la sabiduría popular y parece confirmarlo el psicoanálisis, aunque yo sinceramente espero que no, porque de ser así estamos fritos y condenados a la modestia, a lo chiquito, a lo compacto y lo insignificante.
Y cuando hablo de pequeñeces, el peor ámbito donde podría caernos esta maldición es en el de las ideas. Porque se puede tener chiquito todo, todo excepto el “deste”, claro, y la mente.
En efecto, pareciera que a los “sarapeños” nos cuesta el doble de esfuerzo pensar en grande, como si el maldito atavismo del diminutivo lo tuviésemos cosido a la espalda con hilo de cáñamo.
Ojo, no estoy diciendo que no haya en Saltillo gente que sabe soñar en grande y concretar proyectos a gran escala. Sólo digo que hay un mérito extra porque cargamos adicionalmente con ese cierto complejo emparentado con el sufijo de nuestro terruño.
Prueba de ese enanismo que aún impera en nuestra mentalidad es la excesiva devoción a los proyectos oficialistas y el pobre reconocimiento que reciben los auténticos logros de nuestra gente, que no son pocos. Como si nada pudiera realizarse sin el paternalismo estatal.
Pero créame que las iniciativas independientes son más nobles, mejor ejecutadas y más perdurables.
Saltillo no es precisamente la mejor ciudad del mundo mundial, pero tiene todo para serlo.
¡Créamelo! Lo único que nos separa de las ciudades más “uyuyuy”, no de México, sino del mundo, es una cierta cualidad para tratarnos con respeto a nosotros mismos.
¿Por qué no tenemos suficientes áreas verdes? ¿Por qué somos tan ruidosos y en vez de disfrutar el silencio atiborramos todo el ámbito con una incesante matraca de mal gusto? ¿Por qué permitimos a la autoridad que nos sojuzgue, en vez ponerla a trabajar realmente a nuestro servicio? ¿Por qué toleramos que los establecimientos y negocios nos den un servicio paupérrimo? ¿Por qué no pueden tener baños decentes? ¿Por qué manejamos como si no existieran los peatones u otros automovilistas? ¿Por qué no somos dueños de nuestra agua? Yo digo que es por pensar en chiquito.
¡Somos una comunidad de 440 años! ¡Tenemos más edad como Saltillo de la que tiene México como Nación! No somos ningunos adolescentes. Nos merecemos lo mejor y sólo nosotros nos lo podemos dar, si nos deshacemos de complejos y pensamos en grande.
¡Felicidades, Saltillo!
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