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‘Tragedia horrible’
“Esto es una tragedia horrible”, declaró William McManus, Jefe de Policía de San Antonio, después de inspeccionar el tráiler en que murieron diez migrantes. ¿Existe alguna tragedia que no sea horrible? Lo dudo. Más bien veo un juego de palabras para calificar un hecho extremadamente lamentable, una forma de expresar horror. Muertos por asfixia, quizá la peor forma de morir, provocada por una sociedad inmisericorde que descarta a quienes tienen hambre de justicia, de una vida mejor en un mundo que excluye a millones que carecen de lo básico para vivir.
Irónicamente, la tragedia se consumó en un estacionamiento de Walmart, donde las cajas registradoras no paran de sonar acumulando dinero, templo del consumismo sin freno de una sociedad que busca placeres frívolos y pasajeros; donde sobra la comida, donde se tira mucha antes caducar. Ahí murieron nuestros hermanos migrantes. Se dice que iban a Illinois, algunos pudieron huir, otros perdieron la vida, otros más convalecen en el hospital.
Conocí a McManus en una discusión previa a una junta del cabildo municipal que buscaba convertir San Antonio en “ciudad santuario”. Así se llaman las ciudades estadounidenses donde los migrantes aprehendidos por alguna falta, no se reportan a las autoridades migratorias federales. Así responde “el otro Estados Unidos”, el que sí valora a los migrantes y no les niega las oportunidades que no pudieron encontrar en su Patria.
En su inmensa mayoría, San Antonio es una ciudad amigable a México y a los mexicanos. En aquella discusión McManus nos escuchó en un salón adjunto. Un anglosajón frente a un puñado de hispanos parlanchines, poco organizados, vehementes, muy solidarios y valientes para alzar la voz por los que no pueden defenderse. Aquella tarde McManus sacó la casta. El cabildo citadino quería apoyar la medida, pero se veía la presión en contra, ¿del Gobierno del Estado, de algún sector particular?, ¿deseaban encontrar una fórmula para quedar bien con todos?
El Jefe de Policía tomó la palabra. Informó al cabildo que la medida era innecesaria. El departamento de Policía de San Antonio acababa de modificar su reglamento interno. Ningún elemento reportaría a un indocumentado a las autoridades migratorias, no es su responsabilidad. Los asistentes reaccionaron con alivio y aplausos. Aquel anglosajón se vio rodeado de apapachos muy mexicanos de las valientes abuelitas que gastaban sus tardes defendiendo a nuestra gente.
El San Antonio amigable no era y no es muy conocido por muchos paisanos que sólo tienen hambre y arriesgan el todo por el todo. Los criminales, traficantes de personas, se aprovechan de la desinformación, del miedo y del discurso de odio de un Presidente que grita y espanta mientras mantiene el statu quo, ineficiente y estancado.
Tras la tragedia, San Antonio se movilizó, puso todos sus recursos al servicio de un grupo que huyó de su país por falta de oportunidades: Helicópteros, ambulancias, paramédicos, hospitales, enfermeras, abogados, médicos “de primer mundo” y organizaciones de la sociedad civil. Eso es lo que realmente vale. Después viene la retórica, la demagogia de todos los frentes. Seguirá el silencio, el cambio de las ocho columnas y todo seguirá igual. Muchos seguirán migrando, expulsados por la violencia y la falta de oportunidades, seguirán arriesgando la vida, no tienen otra.
Con mi familia acudimos al pequeño e improvisado memorial levantado bajo un árbol en el estacionamiento de Walmart: Diez cruces, imágenes de la Virgen de Guadalupe, del Jesús de la Misericordia y de San Toribio Romo, santo de los migrantes. Ofrendas de pan, osos de peluche y múltiples botellas de agua. Es la tradición popular que acompaña y consuela. Una semana después de la tragedia seguía llegando gente, meditaba y oraba en silencio. Dolor, estupor, incredulidad, impotencia frente a la tragedia y el dolor ajeno que estrujó a la sociedad en San Antonio. ¿Logrará un cambio en México?
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