Todos estos días he traído una congoja. He aquí que un reportero de la Ciudad de México me hizo una entrevista, una de las más completas que se me han hecho desde que mi locuacidad me dio categoría de sujeto entrevistable. En esa conversación salgo diciendo que no profeso ninguna religión. ¿Dije yo semejante barbaridad? Seguramente sí, pues el joven entrevistador recogió con fidelidad mis palabras. Quién sabe entonces qué maléfico demonio me revolvió la lengua y me llevó a usar el verbo “profesar” en vez de “practicar”, que es lo que en verdad quise decir.
Nadie me reprobó la necedad. ¿Quién le enrostra a uno sus tonterías? Pero desde arriba me miró mi padre, que antes de llevarnos de cacería nos hacía escuchar misa de 5 (de la mañana) en San Juan Nepomuceno. Mi terciaria abuela, mamá Lata, dijo seguramente: “¡Qué carambada!”, expresión la más sonora que solía usar. Y de seguro también doña María, madre de mi esposa y segunda madre mía, que me enseñó las hermosuras del rosario, meneó tristemente la cabeza.
¿Que no profeso ninguna religión? ¡Pero si soy católico, y tridentino además! Mal católico, es cierto, pues no me ha dado el Señor la humildad que se requiere para sentirse parte de una grey y formar en la asamblea de los fieles. Eso, con mis muchas fallas, me impide merecer estar con ellos; pero nada evita que a veces yo sea el único que se persigna cuando el jet levanta el vuelo, aunque entre los pasajeros vaya también algún moderno cura de esos de alzacuello y iPad en vez de breviario.
A veces, al terminar una de mis conferencias, alguien me pregunta cuál es mi religión y mi estado civil. Suelo contestar:
-Soy católico. Creyente, no practicante. Y soy casado. Practicante, no creyente.
Dudosa ingeniosidad aparte, llevo mi fe en la médula de los huesos, quizá por eso no se me nota. A mis amigos les divierte ver mi casa llena de santitos, desde San Cristóbal, ya descontinuado por la Iglesia, hasta San Maximiliano Kolbe. En la cabecera de mi cama está un angelito de la guardia que pintó para mí Enrique Canales (que de Dios goce), con una inscripción que dice: “Ángel cuidando a Armando”. Y recuerdo como si fuera mañana el día de mi primera comunión.
Lo que sucede es que me asusta ver cómo la gente se divide por motivos religiosos. Cuando dos personas empiezan a discutir de religión me aparto de ellas como de dos borrachos que van a liarse a golpes. Para mí la suprema religión es el amor, y creo que una buena liturgia es la que consiste en hacer el bien -aunque sea poquito bien- a alguien. Espero que esa creencia no me descalifique para pertenecer a la comunidad católica, en cuyo seno nací y fui bautizado y en cuya eucaristía -aunque indigno- espero terminar mi vida.
Profeso la religión católica, sí. Llevo en la sangre -y la sangre no admite dudas- a la Virgen de Guadalupe y al Santo Cristo de la Capilla. Pero sé que no falto a la fe que me legaron mis mayores si pienso que Dios no distingue entre católicos, judíos, protestantes, mahometanos, budistas, agnósticos y ateos. Creo que el hombre no se salva por su manera de creer, o de no creer, sino por el bien que hace a los demás. “A la caída de la tarde -escribió San Juan de la Cruz- todos seremos examinados de amor”. Para ese examen me preparo. Esa religión -la del amor- es la que procuro practicar, a más de la que profeso desde niño y espero profesar hasta la tumba.