Las fobias están hechas de dos sentimientos: el odio y el miedo. Cada quien tiene su fobia: a los perros, a las alturas, a los espacios cerrados o abiertos, al trabajo... Raro será quien vaya por este mundo sin sentir temor de algo o aversión por alguien. San Francisco de Asís tendría que ser.

El catálogo de fobias es inmenso. Ocupa varias páginas en el obeso Diccionario de Psicología del doctor Hirnver Brannt. A mi juicio las fobias más interesantes son la triscaidecafobia (por su nombre), que es la tirria al número 13; la ereutofobia (por su rareza), preocupación por sonrojarse; y la misofobia, horror a lo sucio. Ésta era la fobia de Howard Hughes, que a nadie saludaba de mano por miedo a recibir colonias de virus, microbios y bacterias que en unas cuantas horas –pensaba él– lo destruirían. 

Menos aún besaba a una mujer o juntaba con ella sus destinos. Murió muy limpio, pero muy solo, este gran imbécil misofóbico.

En México tuvimos dos grandes fobias nacionales: una contra los gachupines y otra contra los gringos. Digo “tuvimos” porque a Dios gracias han desaparecido casi del todo esas malevolencias. Antiguamente las tiendas de españoles en la Ciudad de México cerraban sus puertas el 15 de septiembre, y las cubrían –lo mismo que los escaparates– con gruesas cortinas de metal, pues la encendida turba lapidaba los establecimientos de los peninsulares y si a alguno veían en la calle lo perseguían y acosaban con toda suerte de malos tratos de palabra y obra.          

Por lo que hace a los americanos, la fobia contra ellos se deriva de las diversas invasiones que de su parte hemos padecido. Rara cosa: los franceses también nos invadieron y sin embargo nadie les tiene antipatía. Dejo ese tema a la consideración de historiadores y sociólogos, que son gente muy seria. Ahora, por desgracia, nuestra fobia antiyanqui la está reviviendo Donald Trump.

Conservo un titular de El Diario, aquel entrañable periódico al que su competidor, El Heraldo del Norte, llamaba “el periódico de la calle de Múzquiz”, habida cuenta de que El Diario llamaba al Heraldo “el periódico de la calle de Aldama”. Ese titular, publicado en los años de la Segunda Guerra, corresponde a una noticia acerca de cierto ebrio que, furioso por lo elevado de la cuenta que le presentaron en la cantina donde se había embriagado, quebró a patadas la taza del excusado del local. Decía el titular:
“Germanófilo rompe un excusado inglés”.
A propósito de esa simpatía que por los alemanes hubo aquí, cuenta el licenciado Eliseo Mendoza Berrueto que cuando vino a Saltillo el Escuadrón 201 a recibir el homenaje popular por su participación en el conflicto, llena la Plaza de Armas de gente que aclamaba a los aviadores, de pronto un chamaquito que estaba a hombros de su padre gritó en medio del silencio que se había hecho para escuchar al orador oficial:
–¡Viva Alemania!
Dice don Eliseo que el padre de aquel niño, un pobre empleado perteneciente a la burocracia del Estado, fue despedido ipso facto de su trabajo y vigilado después estrechamente como presunto agente de las potencias del Eje. ¡Lo que son las fobias!