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Espeluznante castigo
Será mentira, será verdad.
Ésta me la contó el conductor de un uber.
Pero quién sabe.
Ya ve cómo es eso del imaginario colectivo y la inventiva popular.
En fin. Me dio escozor cuando lo escuché.
El chofer me platicaba de un amigo suyo que se había enrolado en las filas de cierto cártel con mucho arraigo en el Estado de Tamaulipas.
Ya se imaginará de quién le estoy hablando.
Ya se ha de imaginar también que el amigo de esta historia se metió a malandro que por razones de economía.
Como en este país, el cuerno de la abundancia, todo mundo tiene buenos sueldos y por eso muchos jóvenes han encontrado en el ramo del narcotráfico una opción de movilidad social.
Todo iba de perlas con el amigo éste del que me platicaba el operador del uber.
Se la vivía bien haciéndola de dealer, de halcón, de guarura.
Hasta que un día vio algo que lo dejaría traumado para el resto de su vida:
La ejecución de varios integrantes de una célula criminal contraria, en las fauces de un cocodrilo.
Presenciar la muerte de alguien a dentelladas, no ha de ser una experiencia fácil de asimilar.
Sucedió, según me dijo el conductor del auto de alquiler, en una bodega que los del cártel ocuparon en una colonia del poniente, donde los malandros habían mandado construir una alberca o pecera, qué sé yo, en la que tenían un gran caimán al que alimentaban con la carne de sus rivales, que eran devorados vivos por la bestia.
Horrendo, espeluznante castigo, que nomás de escucharlo se me erizó la piel.
Un cocodrilo convertido en verdugo.
No me extrañó enterarme de que el testigo aquel de la carnicería quedó afectado de sus facultades para siempre.
Con una cosa así yo me hubiera muerto de un paro cardiaco o, cuando menos, me hubiera hecho en los pantalones.
Será verdad, será mentira…
A mí me lo contaron, ya sabe usted dónde, en la calle.