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Hablar con los muertos

Tampoco es coincidencia que el Día de Muertos y el denostado Jalogüín sean tan cercanos en el calendario.

Ambas fiestas fueron obviamente determinadas por el fin del verano, transición estacional a la que se le atribuyó, a uno y otro lado del océano, su carga mística.

Y si para los celtas eran días en que los espíritus gozaban de amnistía y podían transitar libremente de su mundo al nuestro (y pasar con hasta 500 dólares de mercancía), en América convidábamos a nuestros difuntos de las munificencias de la cosecha recién levantada.

Los supersticiosos dicen que son días de intensa actividad paranormal, así que sí serían fiestas emparentadas después de todo.

Una se conmemora con calaveritas, otra con brujas; unos hornean “pumpkin pie”, otros cocinamos la calabaza en tacha, pero todos aprovechan las fiestas de disfraces para sacar a la sexoservidora que llevan dentro.

Son dos celebraciones distintas, de acuerdo, pero dada su proximidad cronológica y temática, es incluso de esperarse que exista cierto sincretismo entre ambas.

Yo no le veo lo lesivo por ninguna parte. Pero ya sabe que la gente es especialista en ofenderse, indignarse y agraviarse por lo que ni le va ni le viene. Y allí tiene las consabidas cantaletas: que si el imperialismo cultural sobre nuestras sacrosantas tradiciones; que si todo es una fiesta mercantilista; que si el culto a la muerte es contrario a las enseñanzas del Niño Dios; que si… ¡bah! Puras ganas de ocuparse en nimiedades y de joderle la alegría a los demás.

No estoy diciendo nada nuevo, pero es increíble que al día de hoy no podamos superarlo y aceptar ambas tradiciones.

El caso es que los días corrientes parecen propicios para ponernos en contacto con los que se nos adelantaron en el proceso de entrega-recepción, es decir, nuestros queridos difuntos.

Aproveche entonces para decirle al ser finado y amado lo que no le pudo decir en vida; o para preguntarle a la difunta abuela dónde dejó las escrituras de la casa, que ya casi la destruyeron buscando esos condenados papeles; o bien, cuéntele a su muertito cómo estuvo el séptimo juego de la Serie Mundial.

Si le contestan, comuníquese con alguna asociación científica seria, pero absténgase de llamar a Carlos Trejo.

Pero lo más seguro es que no le respondan, porque los muertos no están para hablarnos, al menos, no de la manera en que solían hacerlo cuando vivos.

Lo que tenemos que escuchar de ellos es precisamente su silencio, lo que nos dicen callando. Quiero decir, tenemos que escucharnos a nosotros en relación con el silencio de ellos. Es un monólogo, pero no necesariamente un soliloquio.

Para ilustrar, piense en nuestros Gobiernos, que entablan lo que según ellos es un diálogo, pero es sólo una perorata unidireccional, porque lo cierto es que no soportan la interlocución.

Refutarlos es imposible. Ellos están hablando en todo momento consigo mismos. Aunque escojan un medio o un periodista, las preguntas y la agenda a tratar están previamente acordadas. Todo es a modo. No hay nada fuera de guión, no hay nada espontáneo.

Las preguntas incómodas se reducen a “¿Es cierto que existe corrupción en su administración?”. La respuesta invariable y categórica: “¡No!”. La contrarréplica: “¡Muchas gracias, eso es todo lo que nuestro público necesita saber!”.

La cantidad de dinero que pagan nuestras autoridades y representantes por hablar con nadie, con el aire, con los muertos, es inimaginable. Pero así les gusta a ellos.

Responsables de innumerables casos de corrupción, de graves atentados contra los derechos humanos, de omisiones criminales y de una sistemática obstrucción de la justicia, tanto el Gobierno federal como su homólogo Estatal prefieren dar entrevistas optimistas en las que nada admiten, nada aclaran, nada explican, porque no están hablando realmente con nadie.

Sin embargo, todo este ritual habla mucho de ellos, y los describe a la perfección.

Como dijimos, no es lo que se dice, sino lo que no se dice en estas “conversaciones”, lo que habla de quiénes son.

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