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Mirador 06/11/17
San Virila salió de su convento. Iba a la aldea a conseguir el pan para sus pobres.
La mañana era radiante. El sol asomó por la montaña y puso sus cabellos a secar, húmedos por el rocío de la noche, en los hilos del aire. Sobre la más alta rama de un alto árbol un pájaro dijo su canción.
Por el camino los hombres se dirigían al trabajo. En las casas cercanas se oían voces y risas de mujeres, y de la escuela llegaba el eterno sonsonete de los niños: “Dos por una, dos; dos por dos, cuatro; dos por tres, seis…”.
Mugían las vacas; balaban las ovejas, y un caballo escribió con su relincho una nota triunfal en el himno de la vida.
Un aldeano detuvo a San Virila y le pidió que hiciera algún milagro.
–¿Un milagro? –sonrió el frailecito–. ¿Qué milagro podría yo hacer? ¡Ya todos los milagros están hechos!
¡Hasta mañana!...