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Café Montaigne 45
Cuando escribo este texto, el frío aprieta en la ventana. No es invierno aún, pero el frío, para decirlo por primera vez hoy, empieza a quebrantar los huesos. El viento arisco del norte hace sentir a uno los músculos, los tendones, la linfa y, sí, los huesos. Afuera aprieta el viento hostil. Para decirlo gráficamente, el viento hiere como puñal de matarife recién afilado. Yo estoy guarecido en mi residencia disfrutando de un vaso de ron mezclado con Coca-Cola, hoy sin hielo alguno. Doy un sorbo al vaso old fashion y las tripas se me calientan. El gaznate igual.
Escribo que al menos estoy tibio y al hacerlo, convoco al efímero calor, un vapor etílico que me hace ver y sentir la vida un tanto más optimista. Soy lo que hablo. Soy lo que profetizo de mí.
Hay un bello poema, tan bello como aquellos que deletreamos en columnas pasadas (el de Gilgamesh, el Enuma Elish y claro, los de la Biblia. Usted lo sabe, sin duda, los de la Biblia inspirada en aquellos). Es el descenso de Inanna a los infiernos (Circa 2500 a. de C.). Es un texto sumerio que está escrito en tablillas procedentes de Nippur y de Ur (escritura cuneiforme, traducción de Arno Poebel, Stephen Langdon, Samuel Noah y Jaime Elías). En el texto se deletrea por primera vez en la historia lo que luego será un lugar común: el descenso a los infiernos, al país de “irás y no volverás”. Usted luego lo leerá una y otra vez en los mitos clásicos y literatura del mundo: Perséfone, Orfeo y Eurídice, Hércules, Odiseo, los poemas de Virgilio, Dante e incluso, en el mito de Quetzalcóatl. Y, claro, una vez más, en la Biblia.
Inanna, diosa del amor, al querer acrecentar su poderío (nadie está conforme cuando se tiene poder. Siempre se quiere más, es el famoso principio del placer, del cual hablaba Sigmund Freud), quiso reinar y gobernar también en los infiernos. Aquí es donde pronuncia su plegaria a su visir que la acompañaba, Ninshubur: “Oh, tú que eres mi sostén constante, / Mi visir de palabras favorables, / Mi caballero de palabras sinceras… Haz redoblar el tambor por mí”. Caray, duele el alma y el esqueleto ante tal plegaria y lamentación (petición), justo cuando la diosa y reina va directo a los infiernos, al hades, a los antros de la tierra (es la letra original de nuestro Himno Nacional, usted lo sabe lector). ¿Lo haría el ministro, el visir? Sin duda. La palabra empeñada, el honor de la palabra y su consumación es lo que nos hace hombres. Hombres libres. ¿Mentir? ¿Para qué? Nadie debe mentir, salvo los políticos que pronuncian dichas palabras de migajón, cáscara y miedo. Por eso, somos lo que hablamos. Mentir es de cobardes, como aquel discípulo de Jesucristo que lo negó (tres veces) al mentir cuando lo cuestionó… una sirvienta (Juan 18:25).
ESQUINA-BAJAN
El frío aprieta. Lo nombro, lo convoco, lo materializo. ¿O es simple palabrería huera? Voy por la botella de ron y pongo una dosis un poco más fuerte: tres dedos de licor por un chorro fugaz de gaseosa. Mantengo mi apuesta: sin hielo por hoy. Con la frialdad del refresco tengo ya. No es sensación, es un hecho y alabanza del clima seco y cruel el cual nos asiste. Si aquí, en este norte desértico, preñado de gobernadoras y matorrales insulsos, el clima es noticia y aprieta, ¿cómo imaginarlo y escribirlo, cómo describirlo en Nueva York, en Washington, en Boston…?
Pienso ir a Boston dentro de poco.
Tal vez por esto Donald Trump es lo que es: un creso, un magnate, un millonario. Y acaso, sólo acaso éste magnate metido a político, pone en práctica aquella vieja recomendación de la Biblia, sí, aquellas viejas palabras que edifican fortunas y palacios: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará…” (2ª Corintios 9:6-8). Nos fue dada la palabra, como en el principio fue el verbo, para decirlo con el escriba. Y la palabra nos hace santos. Igual a Dios. De aquí, entonces, nuestra responsabilidad al hablar, al deletrear, al convocar las palabras correctas, las frases justas y el frío e inasible peso de un acento. Acentos ausentes en las charlas de insulsas redes sociales.
Los poetas son santos. Los son porque hablan, deletrean, escriben. Profetizan. Dice la Biblia en Mateo 24.25: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Así ha sido siempre, desde el origen del universo mismo. ¿Dudas? Ninguna. El siguiente texto es de origen egipcio (circa 1000 a de C.), es una especie de “Elogio del oficio del escriba”, se lee: “Los sabios escribas… / Sus nombres seguirán vigentes hasta la eternidad”. Luego, el poeta Horacio, en una de sus “Odas”, deletrea: “Sólo el escriba dirige todas las obras que se emprenden en este país…”. ¿Lo notó? Es la misma idea. Es exactamente lo mismo. La palabra es eterna, sólo muta un poco, pero perdura, y al hacerlo nos erige y nos moldea.
LETRAS MINÚSCULAS
¿Es sumerio, acadio o egipcio aquel viejo verso que dice a la letra: “no sólo de pan vive el hombre”? Mi ron está en su punto. Lo apuro en su vaso. Dejo estos apuntes… bebo.