Este cronista sabe de un plantel que funcionó en Saltillo hace ya muchos años –60 ó poco más–, y que no figura en los registros de la antigua Dirección de Educación.
La escuela de que hablo era sólo para mujeres, y tenía una maestra nada más. La profesora atendía únicamente a dos o tres alumnas cada día. Ninguna estudiante conocía la existencia de las otras. Y sin embargo, un buen número de señoras de la ciudad asistieron a los provechosos cursos que se impartían en aquel plantel de funcionamiento clandestino. ¿Qué escuela era ésa? Procuraré decirlo en los términos más correctos posibles.
Por aquellos años existía una institución social muy importante y de mucho uso. Esa institución se llamaba “el segundo frente”. Otros nombres recibía también: “la casa chica”; “la otra”; “la segunda chimenea”, etcétera.
Lo que quiero decir es que era muy común que los maridos tuvieran una amante, una querida. Tenerla era símbolo de status económico: gano tanto dinero que puedo mantener a dos mujeres. Solamente los Caballeros de Colón –algunos-, los pobres de solemnidad y cierto número de clérigos no tenían “detalle”.
Las señoras casadas, desde luego, sufrían mucho a causa de esa situación. No sé qué les dolía más, si el desvío de sus maridos o la mengua en el ingreso de su casa, pues buena parte del sueldo marital se iba a la otra. Bien pronto algunas esposas descubrieron el fondo del problema: la amante era diestra en artes de erotismo; daba al hombre insólitos placeres que su esposa no le sabía dar, pues dichas habilidades ni remotamente se aprendían en el Colegio Plancarte o en el Saltillense.
Una de esas esposas, por venturoso azar, conoció a cierta señora que ejercía la noble profesión del putaísmo. Con pena y todo le pidió –digamos– asesoría. La daifa, mujer de buen corazón como casi todas las de su oficio, citó a la dama en su casa, a hora recatada, y en dos o tres lecciones le mostró habilidades peregrinas y le enseñó a hacer cosas que al principio espantaron a la discípula, pero que con el tiempo llegó a dominar cumplidamente. Fue, lo que sea de cada quien, alumna aprovechada.
Días después, para asombro general, el marido de la aquella señora dejó a su amante y volvió al conyugal redil. Fue en adelante modelo de fidelidad. Andaba siempre con una vaga sonrisa entre los labios; llenaba a su mujercita de atenciones, y no veía la hora de estar a solas con ella. Se olvidó de segundos frentes, de casas chicas y demás detalles. La señora, por todas envidiada, reveló a sus íntimas amigas el secreto de su felicidad, y les proporcionó la dirección de la maestra. Ellas fueron a a tomar el curso –cada una por su lado, desde luego–; se licenciaron con igual buena fortuna que la primera alumna, y le llevaron más discípulas a la maestra.
¿Qué les enseñaría ella? No lo sé, ni lo quiero imaginar. Uno es hombre, y tiene su pudor. Pero supongo que eran habilidades de colchón; sutilísimas –y ardentísimas– destrezas de las que seducen a los varones y los hacen caer en los brazos –o en las manos– de una mujer. ¡Cómo quisiera saber el nombre de esa notable educadora, y conocer el sitio de su descanso eterno! Si tuviera tales datos, promovería una iniciativa ante el Movimiento Familiar Cristiano a fin de que el próximo Día del Maestro o de la Madre o de la Familia, se le llevara una corona de flores a su tumba con un listón morado que diría: “Fortaleció la institución matrimonial”.