A veces la gente me pregunta de dónde saco tantos cuentos para llenar con ellos mis artículos en los periódicos. Yo respondo que esos cuentos los saco de la vida real. Versátil narradora es la vida: lo mismo escribe dramas que comedias; ofrece igual ocurrencias hilarantes que lacrimosos acontecimientos. Con ella no sabe uno si reír o llorar o echarse un trueno.
Y es que la vida tiene mucha imaginación. Hay cosas imposibles –decía Cuco Sánchez– que sin embargo suceden. Pondré un ejemplo.
Hace algunos años un señor de Monterrey estaba esperando el autobús en una esquina. Se hallaba parado sobre la tapa de una alcantarilla. En ese preciso instante a la tal alcantarilla se le ocurrió explotar por la acumulación de gases. El infeliz salió disparado hacia arriba. Habría sufrido a lo mucho algunos golpes si no es porque fue a dar contra los cables de una línea de alta tensión. Al caer ya venía muerto: se había electrocutado. Y la cosa no acabó ahí: pasó entonces el autobús que esperaba y lo atropelló. De veras: hay cosas imposibles que sin embargo suceden.
Otras hay que no son trágicas, como ésa, sino cómicas. Por ejemplo, lo que a un cierto amigo mío, también de Monterrey, le sucedió hace días. Fue a comer a un restorán y pagó con tarjeta de crédito. Ya de regreso en su casa se dio cuenta de que no le habían devuelto la tarjeta. Buscó en el directorio el teléfono del restorán, y marcó el número.
–Diga usted –le contestó una voz sombría.
–Páseme por favor con el señor de la caja –solicitó mi amigo.
–¿Cómo dijo? –preguntó la voz de nuevo en tono bajo.
–Que me pase con el señor de la caja.
Una pausa, y en seguida la voz, igualmente en tono quedo:
–No le entiendo.
–¿Cómo que no me entiende? –se impacientó mi amigo–. Le estoy pidiendo que me pase con el señor de la caja.
–Por favor no esté jugando –le dijo entonces la voz.
–¿Por qué me dice eso? –empezó mi amigo a irritarse.
–No se haga –le replicó, impaciente, el de la voz–. Si quiere le paso a algún empleado.
–No –insistió mi amigo con enojo–. Yo quiero hablar con el señor de la caja.
–Le pasaré entonces a un familiar –ofreció el otro.
–Le repito que quiero hablar con el que está en la caja –repitió mi amigo ya enojado.
–Por favor ya no moleste –demando el otro–. Voy a colgar.
–¿Cómo que va a colgar? –se enfureció mi amigo-. ¿A dónde estoy hablando?
–A la Funeraria Tal –le contestó el de la voz–. Se está velando aquí a un difunto. ¿Y quiere usted que le pase al señor de la caja?
Sin responder colgó la bocina mi amigo, avergonzado. Volvió a consultar el directorio para confirmar el número del restorán, y luego lo cotejó con el de la funeraria. Los números eran iguales, salvo por un dígito. Se había equivocado; por marcar el número del restorán marcó el de aquella empresa de pompas fúnebres. Con razón no le podían pasar al señor de la caja.