La historia que este día voy a contar es increíble. Lo único que la hace verosímil es que pasó en Saltillo, y aquí suceden siempre cosas increíbles. Mi historia de hoy trata de un gigoló. Un gigoló, para decirlo con claridad, es un padrote. Escribo la palabra porque viene en el diccionario de la Academia, y si esa solemne institución la admite por qué no he de admitirla yo.

El protagonista del relato era eso, un hombre que vivía de explotar el trabajo de varias prostitutas, a quienes daba en cambio protección y simulado amor. Lo interesante es que esa profesión la desempeñaba únicamente por las noches. Durante el día era un cumplido empleado de conocida institución bancaria cuyo gerente lo estimaba mucho por sus excelentes prendas personales: honradez absoluta, puntualidad, eficiencia y -sobre todo- buena conducta ante la sociedad. “Fulano es un joven modelo -decía el señor gerente-. Va a llegar muy lejos”.

Ahora voy a decir cómo era Fulano. Era alto, espigado, de muy buena presencia. Usaba bigotito, y sus cabellos brillaban siempre a fuerza de Glostora. Mostraba amabilidad a todos, especialmente a las damas; tenía trato amable y comedido. Muy serio, no bromeaba ni con sus compañeros. Llevaba en perfecto orden su trabajo; era ejemplo de prudencia y discreción.

Pero cuando salía del banco, acabadas las labores del día, Fulano se transformaba por completo, como el doctor Jekyll en mister Hyde. Su traje de modesto oficinista lo cambiaba por otro de pachuco: hombreras desmesuradas; solapas anchas; talle acinturado; pantalones a medio pecho, con tirantes; zapatos de dos colores, blancos y cafés; cadena de oro colgando del bolsillo y un estrambótico sombrero adornado por una pluma de ave. Vestido así Fulano, y oculto tras unos lentes negros, iba a la zona y bailaba con maestría las piezas de más moda en los congales, especialmente la que se llama “Amor perdido”. Tenía la majestad de un dios. Sus mujeres -y las que no eran suyas- lo adoraban. Así como era bueno para el baile también era muy bueno para los chingazos, con perdón sea dicho. Nunca se supo de alguien que le llegara a la cara con los puños; los suyos, en cambio, eran precisos y letales. Por eso lo respetaban todos, y le temían.

Un día se enamoró Fulano –el del banco, no el de los congales- de una muchacha de muy buenas familias. La cortejó y se casó con ella. Entonces dejó su oficio de la noche. Por una buena suma de dinero cedió a uno de sus colegas los derechos sobre las daifas que tenía en administración, y en buenos términos se despidió de ellas. Las muchachas, llorosas, le ofrecieron un cena, y ahí él les dijo palabras de consuelo, y les juró que nunca se olvidaría de ellas. Cumplió su juramento. Lo sé porque cuando me relató su historia recordó, uno por uno, el nombre de las mujeres que habían formado su serrallo.

Hizo carrera bancaria, en efecto. Llegó a ser director de un importante banco. Se convirtió en pilar de la comunidad. Ingresó en un club de servicio, y en él destacó por ser gran administrador. En los bailes del club las señoras admiraban sus dotes de extraordinario bailador. Le preguntaban dónde había aprendido a bailar tan bien. Él daba las gracias por el cumplido, y les decía que una hermanita suya le había enseñado algunos pasos. Las señoras se enternecían, y luego se decían unas a otras –“aquí en confianza”- que al ver a

Fulanito sentían un no sé qué.

Yo sí sé qué.