¡Pobre de don Ramón Terán, insigne defensor de la República! Un hado adverso hizo que su preclaro nombre quedara ligado aquí, en Saltillo, al de la calle principal de la que fue zona de tolerancia en nuestra ciudad.
–Vamos a Terán –decían los hombres.
Con eso querían decir que iban a aquella zona que, más que roja. era purpúrea a causa de los continuos desafueros de las pindongas y golfos que ahí pasaban las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio en sus deshonestos dares y tomares.
“El Vaivén” y “El Columpio del Amor” eran sólo dos de los antros en que se tramaban aquellos ayuntamientos deshonestos. Ahí se bailaban los sinuosos danzones de la época; se cantaban las quejumbrosas tonadas de moda (“Amor perdido, si como dicen es cierto que vives dichoso sin mí...”), y se formalizaban tratos pasajeros a tres y cinco pesos –según la urraca era la pedrada– que tenían consumación en oscuros cuartuchos llamados “accesorias”, donde las daifas tenían un altar con alguna virgen o santo protector, imágenes que siempre ponían de cara a la pared mientras duraba su trabajo para que los santitos no vieran sus vuelcos y revuelcos. Bendito sea Dios: en aquellos años sí había religión.
De esa triste manera que digo el nombre de don Ramón Terán quedó unido indisolublemente en la memoria de los antiguos saltillenses: al de los ilícitos fragores venéreos. Todavía andan por ahí algunos caballeros que fueron en su juventud esforzados campeones de aquellos noctívagos desahogos; que no tenían rival en eso de bailar un danzón sobre un ladrillo; que daban el veinte y las malas a cualquiera en riñas a trompadas o botellazos, ya fuese en singular combate o en batalla campal; que eran interesados protectores de las señoras que ahí vivían y moraban, y si algún dinero recibían de ellas no era porque ellos lo pidieran –no señor, el honor ante todo–, sino porque ellas en su desprendimiento bondadoso querían compartir con sus amigos aquellas riquezas ganadas con el sudor, entre otras cosas, de su frente. No digo el nombre de algunos de ellos porque son ahora señores muy formales, padres o abuelos, y no es de cristianos apenar a nadie con el recuerdo de ciertas locuras de la temprana edad.
El caso es que no merecía don Ramón Terán ese hado tan contrario, de ver su nombre envuelto en cosas innombrables. Y no lo merecía porque él fue varón de muchas virtudes y acendrado patriotismo.
Nació Terán en 1847, en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Se inició joven en la vida militar y combatió recios combates contra el invasor francés. Se distinguió en la toma de su ciudad natal, y luego en la de Tampico. Fue ascendiendo penosamente en el escalafón militar; todos sus ascensos los consiguió por méritos en campaña y no por intrigas de antecámara o, peor todavía, de recámara. Acabada la Intervención siguió luchando por la República contra sus enemigos: motines y asonadas tuvieron en él un encarnizado opositor. Murió en el año de 1906, cuando tenía ya el grado de general.
Yo quise dedicar este recuerdo a su memoria, como un mínimo desagravio de saltillense ante el abuso de que, por circunstancias de la vida (o de la mala vida), el nombre de tan preclaro tamaulipeco se haya visto ligado aquí a cosas no tan preclaras. Perdónenos usted, don Ramoncito.