Hay frases en las que creo a pie juntillas, y aun a pie separadas. Una es la que dice: “El todo es mayor que una de sus partes”. Otra es la que declara: “Dios es amor”. En ésta creo más.
Hay una frase en la cual no solamente creo, sino que además uso como norma de vida cotidiana. Esa frase es de Shakespeare; viene en “Hamlet”, y dice: “Hay más cosas en los cielos y en la tierra que las que jamás alcanzaron a soñar todas tus filosofías”.
Descartes propugnaba la duda metódica. La frase de Shakespeare, en cambio, incita a la metódica credulidad. En vez de rechazarlo todo, como propone la norma cartesiana, pide admitirlo todo. Claro, a condición de pasarlo luego por un tamiz de crítica severa. Pero si desde el principio te niegas a aceptar alguna idea ¿cómo podrás después juzgar sobre ella? Si lo posible se vuelve algunas veces imposible, hay que aceptar también la posibilidad de que lo imposible sea posible. Como decía un señor:
—Si yo no creo en los aparecidos ¿entonces por qué se me aparecen?
Don Artemio de Valle Arizpe tiene una narración cuyo nombre, si no recuerdo mal, es “Por la mar vino, por la mar se fue”. Es el relato según el cual cierto día apareció en Acapulco, en tiempos de la Colonia, un soldado de extraña catadura. Vagaba desconcertado por las calles del puerto. Dijo a los guardias que lo detuvieron que hacía unas horas se hallaba en Filipinas; de pronto tuvo un desvanecimiento y despertó en aquella ciudad desconocida para él.
Interrogado por los señores de la Inquisición el hombre dio noticias —que fueron registradas por los amanuenses— de cosas que habían pasado en Manila el día anterior. Pasados los meses esas noticias fueron comprobadas. Se supo entonces que el soldado había dicho la verdad. Por un raro prodigio se había transportado desde aquellas remotas islas hasta Acapulco en modo más rápido que haríamos nosotros actualmente volando en jet.
No acaba aquí la historia. Una mañana el individuo desapareció tan misteriosamente como había llegado. Tiempo después se supo que había reaparecido de súbito en Manila.
Releo por estos días el Quijote, libro para ser releído una y otra vez. En el episodio de Clavileño, el caballo volador, encuentro una rara mención en la cual nunca me había detenido.
Le dice don Quijote a Sancho que recuerde a un tal doctor Torralba, “... a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma...”.
Me puse a buscar en libros cervantistas, y encontré que aquel portentoso viaje no es invención de don Quijote ni del personaje por él inventado, o sea Cervantes. En tiempos del hidalgo de la Mancha la historia de Torralba era sabida de todos, pues el tal doctor había existido verdaderamente. Voy a contar la historia de su viaje.
Pero no tengo espacio ya para seguir la narración. Suspendámosla, pues, y continuémosla mañana, Deo volente. Eso quiere decir “si Dios quiere”. (Seguirá).