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Dos corrientes
Encuentro que por las vetas subterráneas del carácter saltillense han fluído siempre dos diversas corrientes. Una es la de las cosas del arte y la cultura, que hicieron que alguna vez la ciudad fuera llamada en todas partes “La Atenas del Norte”. “De México”, decíamos nosotros, y en noches de entusiasmo hubiéramos añadido “del mundo” si no es porque en el mundo había ya otra Atenas.
La otra corriente consiste en una veta de libre pensamiento que nos viene quizá desde los tiempos de Ramos Arizpe y que hizo que Saltillo —a diferencia por ejemplo de Monterrey— acogiera muy bien al supradicho don Benito Juárez y a sus acompañantes, entre los cuales se hallaba don Guillermo Prieto, que dejó en los saltillenses la impresión de que no se bañaba nunca.
Saltillo no es ciudad levítica, eclesial. Aquí a las cosas de tejas arriba se les da su debida proporción. El Santo Cristo de la Capilla es imagen venerada que aún recoge la devoción de los saltillenses, igual de ricos que de pobres. Yo tengo para mí que hasta los ateos dejan de serlo para ir el 6 de agosto a visitar al Santo Cristo en su Capilla, y no vuelven a su ateísmo sino hasta que se apaga el postrer fulgor del último castillo de la pólvora. Sin embargo esa devoción no roza nunca linderos de fanatismo o exaltación. Aquí no se hacen sonoras procesiones, ni desgarrados ritos sacrificales. En los cosas del espíritu cada quien se está en su casa, y Dios en la de todos.
Ciertamente puede haber ejemplos de fe tan extremados como el de mi bisuabuela, que tuvo no más hijos varones, y cuando con ellos rezaba el rosario los hacía repetir con ella una oración “para que Dios nos libre de un mal parto”. Si alguno de ellos protestaba ella lo reprendía:
“-Usted cállese y rece. ¡Para Dios no hay imposibles!”.
Pero también puedo mencionar casos de religiosidad más racional, como el de aquel señor que por problemas de próstata no podía ya desaguar bien. Maldecía cada vez que sin ningún resultado lo intentaba.
Se daba a todos los demonios; lanzaba pesias muy pesadas. Su pobre mujer trataba de calmarlo. Lo exhortaba a tenener paciencia y resignación ante su mal. Le recordaba todos los dolores que Nuestro Señor sufrió en Su pasión y muerte: los azotes de los sayones en la columna.
La corona de espinas. Las tres caídas en el camino del Calvario. El desgarramiento de sus carnes traspasadas por los clavos de la cruz y por la lanza del centurión. La terrible agonía que le hizo pedir al Padre que le apartara aquel acerbo cáliz.
—Sí, pero él podía mear —replicaba el sujeto con rencoroso acento—.