Había un letrero en el consultorio de un doctor de pueblo:
“Enfermedades venéreas. De 100 casos, 90 curas”.
-¡Carajo! -exclamó un forastero que pasaba-. ¡Qué mal anda el clero por aquí!
“Venéreas” se llaman las enfermedades llamadas “secretas”. Se llaman así por Venus, diosa que preside los eróticos trances del amor sensual. Góngora tiene unos versos hermosísimos en los que habla de esa diosa. Dice en ellos que, siendo Amor -o sea Cupido- una deidad alada, Venus, “la hija de la espuma, dio a batallas de amor campos de pluma...”. ¡Modo más elegante no puede haber para decir “colchones”! Aquí en Saltillo hubo una fábrica de ellos. Tenían la marca “Progreso”. Y decían sus anuncios:
“Hacer hijos es hacer patria. Haga patria en colchones Progreso”.
Los españoles llamaban a la sífilis “mal gálico”. Le echaban la culpa de él a los franceses. A las francesas, quiero decir. Con los españoles vino la sífilis a América. Los yanquis inficionaron con ese mal a todas las islas de los Mares del Sur, a donde llegaban en sus expediciones balleneras. Richard Dana, un estudiante que hizo una “pinta” de 24 meses para viajar en un buque mercante, describió en su libro “Dos años al pie del mástil” las penalidades que sufrían los marinos enfermos de esa terrible enfermedad, entonces sin cura. Sin alivio, quiero decir.
En nuestro país la sífilis causó los mismos estragos que en todo el mundo. Manuel M. Flores, poeta poblano que en un libro llamado “Rosas caídas” habló de las mujeres que sedujo -más de 60, si no conté mal- fue sifilítico. Murió ciego a causa de ese mal. Se le acabó la vida en los brazos de la mujer que más lo amó: Rosario de la Peña y Llerena, la musa de nuestro infortunado Acuña.
Otro ejemplo. En los archivos de la Secretaría de Hacienda hallé una carta. Estaba yo haciendo una investigación para escribir un libro sobre don Francisco I. Madero, libro que merced a los generosos oficios de don Florencio Barrera Fuentes, de gratísima memoria, me fue encargado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Revolución Mexicana.
Presidía ese organismo el señor licenciado Salvador Azuela, hijo de don Mariano, el preclaro autor de la novela “Los de abajo”. Extraordinario orador, culto, elocuente, don Salvador fue gran figura en el movimiento que condujo a la autonomía universitaria el año de 29. Pero se quedó en la oratoria, que es un pobre lugar para quedarse, y nunca llegó a producir la gran obra que se esperaba de él.
Don Salvador me dijo que en la biblioteca de Hacienda había mucho material sobre Madero. En efecto, hallé en sus archivos de esa secretaría la copiosa correspondencia de don Evaristo, el abuelo del Apóstol de la Democracia. Era un patriarca este señor, y se valía de largas y frecuentes cartas para dar consejos a sus hijos y nietos cuando estaban lejos de su casa. Una de esas cartas hallé, dirigida a don Francisco, que me dejó estupefacto, y casi me hizo caer de la silla donde estaba. Decía así esa carta: (Continuará).