Uno de mis pintores predilectos es Norman Rockwell, el Jesús Helguera de los americanos. Algunos no lo consideran un pintor, sino un ilustrador. Por muchos años hizo la portada de The Saturday Evening Post, revista de la clase media norteamericana. Su obra describe la vida de la gente común, a la que retrató como lo habría hecho O. Henry de haber tenido pinceles.
Recuerdo ahora una de las clásicas ilustraciones de Rockwell. Se llama “Vacaciones”. Una familia formada por el padre, la madre, el hijo la hija y la abuela, emprende un viaje en la flamante station wagon del señor. El jefe de familia se ve orgulloso y entusiasta; la mamá va feliz; el chiquillo y la chiquilla asoman la cabeza por la ventana, alborozados. Sólo la abuela tiene una expresión serena.
La otra mitad del cuadro muestra el regreso de aquellas vacaciones. El señor viene apabullado por las incomodidades del viaje y las muchas horas frente al volante; la señora se ve harta de todo; los muchachillos están hundidos en el asiento, cansados y aburridos. Sólo la abuela tiene una expresión serena.
En efecto, de no ser por el trabajo la gente no podría reponerse de las vacaciones. Por los días de Semana Santa viajar a una playa es sufrir un calvario más penoso que el del Señor en el camino al Gólgota. Hay una diferencia: al Divino Maestro no le cobraron por el Via Crucis, y en las playas te cobran hasta por respirar. Una vez viajé con mi esposa a Acapulco. En coche rentado fuimos a un restaurante. Un individuo le abrió la puerta del vehículo a mi señora.
–Son 10 pesos –me dijo.
–De qué? –le pregunté.
–¡Cómo de qué! –me replicó indignado–. ¿No le abrí la puerta del coche a la señora?
Maldije en mi interior, y también en mi exterior. Me habían dicho que en Acapulco había muchas palmas, pero nadie me advirtió que todas se tenderían hacia mí pidiéndome dinero.
Quizá por eso muchos saltillenses pasan sus vacaciones en el rancho. Sabiduría tal, ni Sócrates. Las vacaciones en el rancho son las más deleitosas, las más seguras y –por si eso fuera poco– también las más baratas. En Saltillo el que no tiene rancho tiene un tío, un primo, un cuñado, un amigo o un compadre –o un compadre del amigo, del cuñado, del primo o del tío– que tiene un rancho. Desde hace mucho tiempo los saltillenses hicieron un descubrimiento: Diosito sigue haciendo más de todas las cosas –gente, caballos, árboles, melones–; lo único que no sigue haciendo es tierra. La que hay, hay, y ya no habrá más. Sólo que el planeta fuera de hule, o tuviera elástico, como los calzones. Entonces sí daría de sí, se extendería. Pero eso no sucede. La tierra que Dios Padre hizo cuando la Creación es la misma tierra disponible.
Descubrieron eso los saltillenses hace muchos años, y todos procuraron hacerse de un pedacito de tierra. No muy grande: el necesario nomás para ir de vacaciones. Nadie se quiere parecer a aquel mal propietario de que hablaba Lincoln. Decía ese ambicioso sujeto:
–No es que yo quiera tener toda la tierra. Únicamente quiero la que va colindando con la mía.
En las vacaciones del rancho los saltillenses asan carne, toman un tequilita y unas cervecitas, leen un poco, platican mucho y comen capirotada el Viernes Santo. Hacen todo eso y nadie les dice:
–Son 10 pesos.