Uno no puede pasarse la vida preocupándose por no contrariar a su madre".
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Bicicleto extremo y furibundo
Ilustración: Vanguardia/Alejandro Medina
Para mi jefita, con amor
Por: MANUEL AYALA
Mi madre dice que yo fácilmente me hubiera dedicado a construir máquinas grandes. Cuando hay visitas en casa aprovecha la ocasión, no para ponerme en evidencia mortal, sino para platicarles que cuando era niño prestaba tanta atención para armar y desarmar con gran facilidad los juguetes que me regalaban. Incluso ahora me reclama por haber dejado de lado esa creatividad innata mostrada cuando estaba morrito. No sé si lo diga porque de verdad haya perdido esa capacidad e ingenio, porque no le guste lo que hago a estas alturas de mi vida, o porque en realidad le hubiese gustado haberme visto construyendo esas grandes máquinas que se imaginaba ella cuando yo era un niño.
Todo eso de armar y desarmar objetos devino de cuando mi padre me compró la bicicleta tan deseada por mucho tiempo. Le estuve jodiendo todos los días durante meses completos para que me la comprara. Se trataba de una bicicleta totalmente diseñada y armada “a mano” con piezas cromadas. “El Compadre”, un amigo de mis tíos paternos, se dedicó durante años a comprar pieza por pieza para armar esa bicicleta. Un modelo único y original totalmente apantallante.
Recuerdo que mi padre terminó pagando alrededor de 300 mil pesos, de los de antes. Cuando la tuve en mi poder me pasaba horas montado en ella recorriendo todos los lugares conocidos y no tan conocidos de mi pueblo. También me pasaba horas observándola, imaginando cómo había sido posible que aquel ser humano enclenque, amigo de mis tíos, hubiera armado tan espléndida maquinaria.
En alguna ocasión quité los manubrios para ver su funcionamiento y los volví a poner en su sitio. En otra ocasión fueron las llantas. Después la cadena y la caja de velocidades. Así sucesivamente hasta que no hubo pieza alguna sin conocer. Había aprendido nombres, funciones y características de cada una de las piezas. Cuando a un amigo se le ponchaba una llanta de su bicicleta, se le salía la cadena o los pernos a las llantas, se le rompía el chicote de los frenos o cualquier cosa que fuera, acudían a mí y yo se las reparaba sin bronca o peso alguno de por medio.
Me clavé tanto en esta onda de armar y desarmar cosas, pero sobre todo me clavé en las bicicletas. Comencé a comprar piezas para construir una por mi cuenta. Inicié con los manubrios. Después fue el cuadro, las llantas y así cada cosa que adquiría cada martes cuando llegaba el tianguis al pueblo. Mi proveedor de piezas ya me las llevaba de encargo y siempre me preguntaba que cómo iba mi bicicleta.
“Todo fine”, le contestaba. Al final terminé no armando una, sino modificándola solamente. No me agradó del todo lo que había creado y la terminé vendiendo en 150 pesos (sin los tres ceros) a un morro que vendía semillas tostadas.
La pasión por las bicicletas crecía tanto y ya no solamente me salía a deambular por las calles.
Ahora comenzaba a practicar trucos y soñaba con participar en alguno de los juegos extremos que pasaban por la televisión. Ah, pero lo que mi madre no cuenta dentro de toda esta historia, cuando lo hace, es que a ella le fastidiaba que cada vez me involucrara más en eso. Le parecía peligroso que bajara las calles empinadas a altas velocidades, que anduviera brincando rampas, que me fuera a rodar a la carretera y demás, por el temor de ser atropellado o involucrarme en algún accidente cualquiera.
Varias veces me caí de la bicicleta y obtuve varios golpes serios como resultado. Otras veces fui yo quien atropelló a personas o perros, incluso en alguna ocasión choqué con otro compa que también iba en su bicicleta. Esa ocasión me dirigía de la carnicería de mi tía Isidra hacía mi casa. Había comprado un kilo de bistec por encargo de mi madre.
Solía agarrar los topes a una considerable velocidad y brincarlos lo más alto posible. No conté con que en la esquina, en la calle contraria, me encontraría con este jovenazo que también bajaba a alta velocidad. Yo salí volando y ya en el piso rodé varias veces por el concreto. No me importó mi físico ni la bicicleta, era el bistec el que tenía que procurar o una chinga me iban a dar. En esa esquina estaba mi tío Herón, un viejito cascarrabias –bien buena onda– que observó toda la acción. Cuando el morro me reclamó por mi imprudencia en el choque, el tío se lanzó una de las frases célebres que recuerdo con mayor ánimo, le dijo (con voz de viejito enojón): “Y tú qué reclamas, cabrón, si tu fuites el que lo chingates”. El morro nomás se montó de nuevo en si bicla y emprendió su camino. Mi hermano Erick y demás compillas de la cuadra se cagaron de la risa por todo lo sucedido.
Pero el último eslabón de mi fallida historia vino cuando mi bicicleta se rompió y jamás pudo ser reparada del todo. Esa ocasión habíamos instalado unas rampas en el patio de mi casa. Mi madre gritaba desde la cocina que saldría a darnos un “chanclazo” si no dejábamos de hacerlo. Era experta en eso de lanzar “la chancla” y sabía bien que la amenaza era latente y eso acrecentó mi adrenalina. Cuando tocó mi turno bajé encarrerado y a punto de agarrar la rampa la vi salir con zapato en mano. Ya que me había impulsado y me encontraba en los aires quise aventar la bicicleta hacia un lado, desprenderla de mí para caer parado y emprender la fuga hacia la calle. Pero todo resultó mal. Caí sobre la bicicleta. Uno de los manubrios me pegó en la entrepierna y aun así salí corriendo a la calle. Pensar en el “chanclazo” de mi madre me dolía más que ese golpazo entre los huevos.
Toda esa tarde estuve con los compillas de la cuadra soportando el dolor en mi entrepierna y testículos. No me vaya a quedar estéril, pensaba yo. Lo peor de todo es que cuando regresamos a casa con mi hermano, ya por la noche, me encontré con la bici partida en dos. Me sentí muy triste y desconsolado. La tomé entre mis brazos y comencé a llorar. Había pasado tantas historias con ella, había recorrido tantos caminos en ella, que con todo mi pesar la terminé vendiendo a un primo, quien la medio arregló y a los pocos meses se la vendió a un vecino. Después de todo eso, no volví a saber de mi bici jamás. Tampoco le cumplí el sueño a mi madre.
Manuel Ayala
PERIODISTA Y ESCRITOR
(Morelia, Mich., 1985) Director de la revista Clarimonda y reportero del Semanario Zeta de Tijuana, además de editor en jefe de la revista Erizo. Sus artículos, relatos, entrevistas, crónicas y reportajes aparecen también en revistas como Playboy México, Vice México, Creators en Español, Newsweek en Español, Generación, Yaconic y Letrasexplícitas.