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Maestro
Profesores muchos, maestros pocos. Creo que la diferencia estriba entre quienes imparten los contenidos de un programa (en el mejor de los casos) y quienes comparten a sus alumnos de su propia cosecha de perlas de experiencia, las cuales sólo se ganan con el correr de los años.
Pero no nos confundamos, el paso del tiempo por sí mismo no obsequia nada, como no sean mañas y achaques. La vida se tiene que consagrar al acucioso desempeño de un oficio noble que toque a sus semejantes e influya en la sociedad. Sólo así se gana el estatus de viejo sabio, haciéndole honor por igual a las dos denominaciones.
Los hombres doctos no dan clases, imparten cátedra y durante ese par de horas sus oyentes también suben de categoría, se vuelven discípulos. Luego de la conferencia dictada, pueden regresar a su ordinaria y habitual condición estudiantil.
Otra más: El maestro verdadero no tiene exalumnos. Toda su vida sigue siendo para sus aprendices un referente y grata persona de devoción.
Yo no dejo de sentirme intimidado cada vez que tengo la fortuna de saludar al maestro Javier Villarreal Lozano, quien mucho me honra estrechando mi mano y llamándome por mi nombre y no por el de algún otro de los cientos de proyectos de comunicadores que pasaron por su lista de asistencia. Ya con esa distinción yo me doy por bien servido.
Fue lo mismo desde mis años en la entonces Escuela (hoy Facultad) de Ciencias de la Comunicación. Un profesor apela a diversos recursos y estrategias para atrapar la atención y ganarse el respeto, lo cual está muy bien. Pero cuando la pura autoridad que da el conocimiento basta para que la clase (pese a su pobre madurez) esté absorta durante un par de horas, hablamos de una categoría especial de mentor que —y le pido perdón por el lugar común— se cuece aparte.
El maestro Villarreal Lozano pudo haberse desempeñado en cualquier escuela o facultad y al día de hoy su prestigio como académico seguiría siendo roca sólida. Pero la Escuela de Ciencias de la Comunicación no podía prescindir de su cátedra, al menos no mientras ganaba un mínimo de credibilidad durante sus primeros años de existencia, cuando la carrera era algo tan exótico que se consideraba una moda pasajera o una señal de la decadencia humana.
Pero no. Realmente era hora de profesionalizar el oficio de comunicador y dotarlo de un marco teórico para que en lo subsecuente, un periodista, por ejemplo, dejara de ser producto de la circunstancia o la improvisación.
Contar con uno de los mejores periodistas, escritores, investigadores e historiadores que ha dado Coahuila, todo sintetizado en un mismo nombre, no era un lujo, era una necesidad para acreditar la naciente carrera universitaria.
La Generación XI fue afortunada de recibir del maestro una vasta panorámica del arte occidental (por eso cuando voy a un museo medio sé para dónde debo voltear), una reflexión profunda sobre nuestro devenir regional (desde sus primeros pobladores hasta casi la actualidad), pero sobre todo un profundo respeto por las letras dentro del ingrato oficio de aporrear el teclado.
La real aportación del maestro Villarreal a mi formación es el rigor con que un texto debe ser trabajado.
Escuchado en su cátedra (advierto, quizás estaba parafraseando a alguna otra eminencia): “Escribir no es lograr que una idea se entienda, sino que resulte imposible entender algo distinto a lo que buscamos expresar”.
Me pondría en graves aprietos intentar describir su influencia en mi modesta carrera. Me limitaré a decir que cada texto, desde el primer día en que fui publicado hace más de 25 años, lo he escrito con la preocupación de que por alguna eventualidad llegue a ser leído por el maestro y me
gane una calificación mediocre.
En días recientes, el maestro Villarreal Lozano fue objeto de un homenaje de parte de la Facultad y de sus alumnos de todas las generaciones que han sido tutelados con su enseñanza.
Luego de la lectura de los panegíricos, que no cesaban de exaltar sus inusuales cualidades, el maestro dio una estocada retórica incontestable: “Todos faltaron a la primera regla del periodismo, la objetividad”.
Yo no podía sumarme de otro modo a su celebración que dedicándole unas líneas en este espacio que (como tantos otros en el ámbito de las letras, el periodismo o la comunicación en general) es una creación indirectamente suya, ya sea que esto le llene de orgullo o de bochorno (ojalá no mucho).
¡Gracias, maestro! Mi deseo es verle pronto, estrechar su mano, saber que está saludable y engarzando letras en forma de bellas e inequívocas ideas.
Eso y su condescendencia a la hora de ponerle una calificación a este apurado escrito.
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