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Política erística
Cuando se nos pase la sensación de los debates, reconoceremos que éstos son ejercicios inútiles
Erística es una de esas palabras bellas que sirven para designar cosas vulgares.
Habla de la vocación para el pleito, la disputa.
En filosofía, se refiere a una modalidad de la dialéctica en la que el objetivo no es la consecución de la verdad, sino de triunfar en un debate a toda costa.
Arthur Schopenhauer escribió un pequeño tratado llamado “Dialéctica Erística o el Arte de Tener la Razón, en 38 Estratagemas”.
Allí el filósofo alemán recopila 38 trucos retóricos, trampas, ardides, para adjudicarse la victoria en cualquier debate, sea de manera lícita o ilícita. Como ya le digo, lo de menos es tener la razón, lo que cuenta es apabullar a los adversarios.
Estos recursos chapuceros de la argumentación están muy emparentados con las falacias lógicas, es decir, con los razonamientos falsos que en apariencia podrían pasar por verdaderos, como son el “argumento ad hominem” (atacar a alguien en su persona, no en sus ideas), “argumento ad nauseam” (sostener que porque una idea se repite hasta el cansancio es verdadera), “falacia del falso dilema” (cuando se obliga a elegir entre una opción catastrofista y aquella que queremos que se opte).
El debate del domingo estuvo por supuesto plagado de estas y otras falacias y es que el objetivo, por supuesto, no es apegarse a la verdad sino salir triunfante y quedar bien ante la audiencia-electorado y opinión pública.
No me mencione a ninguno de los cuatro. Todos, todos se fueron por el sendero de las falacias, dejándonos la chamba de tener que corroborar hasta su saludo de buenas noches.
De hecho no sólo los debates, todas las campañas están plagadas de ardides retóricos para disimular las debilidades de los candidatos, que son muchas, y magnificar sus fortalezas, que son más bien minúsculas.
Un día, cuando se nos pase la sensación de los debates, reconoceremos que éstos son ejercicios inútiles y uno de los sobrados defectos de un sistema democrático.
Para que un debate fuera efectivo, necesitaríamos una media educativa muy superior a la actual además de candidatos de mucho mayor nivel.
Mientras ese día llega, lo que tenemos es un circo televisivo, una arena de gladiadores verbales anémicos, que sin embargo sirve para crearnos esa ilusión de que hay opciones y será nuestro voto el que decida el rumbo de la Nación (¡órale, pues!).
Analicemos a los esgrimistas políticos:
El más hábil es Anaya, como ya dijimos, domina a la perfección la escuela panista de oratoria. Lo que sin embargo no vuelve más veraces sus afirmaciones. Tanto del primer debate como de su segunda entrega, muchos dichos del panista se hicieron añicos horas después al chocar contra la dureza de las evidencias.
Meade está muy desenvuelto también, pero viene impugnado de origen. El partido mismo que lo postula (que prefiere adosarle a su imagen los tres doritos esos, antes que su propio logo infame tricolor) lo condena. Su historial como funcionario miope al servicio de un régimen anegado en escándalos de corrupción desacredita lo que sea que diga, así sea la cura contra el cáncer.
AMLO simplemente no tiene capacidad de orador. Sus construcciones son muy elementales y reiterativas. No tiene la habilidad ni la fluidez de sus contrincantes. A veces ni siquiera parece entender lo que se le pregunta. Es el más incómodo de los candidatos. Su gran aliado durante los debates es el hecho de que alguien menciona su nombre cada 4.6 minutos en promedio.
Por su parte, Rodríguez Calderón….
¿Quién? ¿¡“El Bronco”!? ¡Qué pasó! Esta columna es seria.
Celebramos recién el Día del Maestro, debatiéndonos como siempre entre dos ideas antagónicas: La del maestro prócer, abnegado apóstol de la enseñanza, pilar de la sociedad y la del maestro burócrata, que cuesta demasiado en relación a la calidad educativa que nos ofrece. No lo vamos a discutir hoy.
Y usted se preguntará: ¿y eso qué carajos tiene qué ver con todo lo anterior?
Pues que una deficiencia notable de nuestro sistema educativo y uno de los vicios más arraigados de nuestra docencia, es que siguen enfocados en la memorización de contenidos, no así en estimular los procesos de aprendizaje.
Si en nuestros programas educativos se fortalecieran habilidades como el debate y se estudiase formalmente con todas sus variantes y corrientes, incluyendo los sofismas para poder identificar a los charlatanes, quizás tendríamos mejores candidatos, porque seríamos unos electores mucho más exigentes.
Pero esto, como tantas otras ideas liberadoras, no las fomentará jamás el Estado, ya que iría contra la propia continuidad del régimen.
Así que habremos de conformarnos con estos candidatos y debates eminentemente erísticos, en los que lo importante es, como ya dijimos, que un político se adueñe de la razón, tenga o no el derecho para
arrogársela.
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