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¿Será cierto?
El 29 de agosto de 1917 el poeta Enrique González Martínez escribió una carta dirigida a Julio Torri, quien acababa de publicar su libro “Ensayos y poemas”. En ella el autor de “El romero alucinado” le dijo al literato saltillense:
“... Mi querido Julio Torri: Yo quisiera haber escrito un solo libro como el de usted, con cinco o seis poemas cortos, raros y profundos, en los cuales hubiera atinado con decir alguna cosa de esas que despiertan sutiles divagaciones espirituales. Nada de construcciones simétricas ni aparatosas; nada de ese trascendentalismo cursi, a flor de piel, que siempre va impregnado de la vulgaridad cotidiana.
“Debiera usted morir joven, de algo desusado y violento, lo cual no es absolutamente imposible en nuestro ambiente burgués (un amigo mío murió de una coz de dromedario en el Mineral de Catorce, San Luis Potosí), y dejarnos, a su muerte, un perfume extraño de espíritu selecto.
“Escribo estas líneas después de saborear mi taza de café y de fumar nerviosamente un ‘Gardenia blanco’, todavía con el recuerdo íntimo de su deliciosa ironía. Cuando pase esta hora de exquisitez venenosa, desearé para usted vida larga al uso corriente, y toda la felicidad apetecible; pensaré que es bueno que su obra sea copiosa y de mucha enjundia, para honra de la patria. Pero mientras se disipa este momento lúcido, reciba, con mis calurosos aplausos, estos malos votos de su amigo que lo admira y lo quiere, Enrique González Martínez”.
Esa carta, que no aparece en el epistolario del escritor, la hallé en una vieja revista en la cual vienen también algunas misivas enviadas por González Martínez a Artemio de Valle Arizpe, que hacía por esos años sus pinitos de novelista colonial. Luego transcribiré esas cartas, que ponen luz sobre los primeros tiempos literarios del creador del Canillitas.
Por aquellos años era una moda de los escritores enviarse cartas los unos a los otros. Todos redactaban sus misivas pensando en la posteridad más que en el destinatario de la carta. En ésta de González Martínez se advierte un tono decadentista, a la manera de Proust. Eso de “fumar nerviosamente un ‘Gardenia blanco’” tiene una cierta afectación de la cual por fortuna el poeta se libró cuando buscó su poesía en la hondura del hombre y de las cosas y no la superficialidad de las tertulias literarias.
Lo que me intriga es esa historia del amigo que murió en Real de Catorce a consecuencia de una coz de dromedario. ¿Hubo alguna vez dromedarios en el Real, o es el tal cuento una boutade –el término es francés y significa ocurrencia o humorada– de González Martínez? Alguna vez preguntaré a los historiadores potosinos si hay un registro que hable de dromedarios o camellos en el trabajo de las minas de Catorce. Cosas más raras aun se ven en la minería.
Lo cierto es que no se cumplió el deseo de González Martínez. No murió joven Julio Torri, ni de muerte violenta y desusada. Murió ya mayorcito, y de muerte pacífica y usual. Su biblioteca fue a dar a Villahermosa, Tabasco, porque en Coahuila nadie se interesó en ella.