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Luis Miguel. La Columna
Que el drama más exitoso entre el público mexicano sea una bioserie sobre un archirreconocido cantante dice mucho de nosotros
No es la primera vez, por supuesto, que en el plano personal o periodístico se me pide opinión sobre alguna producción fílmica o televisiva.
Y fueron muchísimos los lectores (como dos) que pidieron me pronunciara sobre la serie “Luis Miguel. La Serie” (redundancia deliberada, querido lector), que retrata la atribulada vida del crooner mexicano de la Generación X.
Y lo siento, pero por hoy paso.
Declino, no compelido por la “mamonería” de quien se asume por encima de estos deleites culposos (créame, si alguien sabe de placeres mundanos soy yo). Es sólo que de momento no me andan sobrando 20 horas para dedicárselas al mirrey de reyes.
Pero para lo que tengo que comentar al respecto, le aseguro, no necesito haberme fletado el culebrón en cuestión. Juzgue usted:
No deja de ser “impreshionanti” que en plena época del streaming, una producción haya congregado en un día específico de la semana, en un riguroso horario, a una audiencia considerable tal y como en los mejores tiempos de la televisión análoga.
Y para ahorrarnos controversias, vamos a decir (aunque no sea cierto) que la serie es excelente en su factura, que el guión es rotundamente pulcro, las actuaciones conmovedoras y que en suma la producción es impecable en todos sus aspectos técnicos y artísticos. Repito, vamos afirmarlo aunque no sea demostrable. Que lo analicen los opinadores del espectáculo, nosotros vamos a otra cosa:
Que el drama por entregas más exitoso entre el público mexicano, en la historia del entretenimiento digital, sea una bioserie sobre un archirreconocido cantante dice mucho de nosotros. Porque al parecer no nos cautiva la fantasía, ni la ciencia ficción, la intriga, ni siquiera la comedia tanto como la posibilidad de asomarnos a la vida íntima de una celebridad.
Este voyerismo no es privativo nuestro, ni mucho menos, pero la respuesta que como público ha tenido México hacia estas series biográficas y la consecuente fiebre por producirlas (nadie las haría si no fueran muy rentables), nos indica lo poco que hemos madurado como espectadores a pesar de que la revolución digital multiplicó las limitadas opciones de las que renegábamos siempre.
Es decir (y este comentario no es mío, no es nuevo ni mucho menos original): Tanto que nos quejábamos de los churros telenoveleros de antaño, tanto que despotricábamos de la paupérrima oferta de las televisoras mexicanas, tanto que anhelábamos el día en que nuestro entretenimiento no dependiera de un consorcio productor de estulticias carente de toda ética y resulta que todo aquello en realidad nos encantaba.
Cuando se llega por fin el día de emanciparnos como televidentes y pese a que se nos pone materialmente todo a nuestro alcance para ver, sucede que el culebrón se impone sin discusión en nuestras preferencias.
¿Y entonces, tanto canijo plañir por mejores opciones de entretenimiento?
La plataforma de transmisión cambió radical y positivamente, el catálogo disponible se amplió como nunca en la historia de los medios masivos y hoy podemos elegir de entre lo clásico y lo más vanguardista.
Pero los que no hemos cambiado por lo visto somos nosotros. Así que al parecer el problema no eran Televisa ni TV Azteca, sino nuestra poca exigencia y bajísima expectativa, nuestra imaginación atrofiada y el cultivado gusto por lo ramplón.
Ahora que por fin tenemos un gobierno electo de izquierda, uno con el que hemos coqueteado desde hace treinta años (mismos años durante los que fue bloqueado desde la cúpula del poder), es muy posible que la anhelada transformación ni se llegue a sentir si es que nosotros no hemos cambiado de actitud como ciudadanos.
Así como “Luis Miguel. La Serie” pone de manifiesto que dentro de cada uno de nosotros hay un mexicano eminentemente telenovelero, adicto al melodrama, renuente a adaptarse a los nuevos tiempos y que de churros pide su limosna, es probable que el nuevo gobierno, por mucha renovación que proponga o implemente, se enfrente con un pueblo muy acostumbrado a sus viejos vicios.
Hablando en hipotética hipérbole (no se azoten), podemos tener la administración más eficiente y mejor intencionada, con un jefe de Estado que amalgame el liderazgo de Churchill con la bonhomía de Gandhi, y ni así superar nuestras deficiencias sociales si no vencemos nuestros paradigmas más perniciosos.
Otra vez, dicho sea en términos de tele entretenimiento: el problema no es Luis Mirrey, ni su serie, ni siquiera sus altos niveles de audiencia. Sino lo mucho que nos parecemos como espectadores al público que éramos antes, cuando clamábamos por un cambio, porque asegurábamos que el problema era la oferta, no nosotros.
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