Usted está aquí

Chole

Este cuadro que tengo frente a mí lo pintó Antonio Costilla. Es un pequeño cuadro, de unos 50 centímetros de alto por 40 de ancho. Representa a una mujer de pura raza tlaxcalteca. Su rostro es redondo y moreno; sus ojos son grandes y profundamente negros; sus labios gruesos; su pelo como una oscura sombra...

Yo he visto muchos retratos de Costilla, pintor que trabajó en Saltillo en los finales del siglo diecinueve y los principios del veinte. Sus retratos son fríos. En ellos aparecen personajes notables de su tiempo. Pintaba el artista por encargo, y eso se nota en su trabajo, hecho para cumplir una encomienda, para cobrar la paga, nada más.

No así este cuadro que está en mi biblioteca. Alguna vez don Mario Herrera, crítico supereminente de pintura, escribió acerca de él y destacó la cálida humanidad que hay en la obra, la riqueza de tonos en la paleta que aquí el artista empleó, tan diferente de los pálidos matices de sus otros lienzos.

La pintura que digo perteneció a don Francisco Sánchez Urestii, maestro que fue del Ateneo Fuente, descubridor del talento de Rubén Herrera, el gran artista fundador de la escuela pictórica de Saltillo. Lo legó a su hija, la señorita Carolina Sánchez Ramos, y de ella lo adquirí. La sinta Carolina —así decían sus alumnas de piano por decir “la señorita Carolina”— me contó que quien aparece en la pintura era una criada del gobernador Miguel Cárdenas. La muchacha se llamaba Soledad, y le decían Chole. No era bella en el sentido de los cánones clásicos. Tenía, sí, la recia presencia de su raza. Su mirada, clara y honda, penetra en quien la ve.

Yo quiero mucho a esa pintura, y la tengo en sitio predilecto. Me recuerda a su dueña anterior, la señorita Carolina, que era una amable dama. Terciaria franciscana, como mi abuela y mi señora suegra —de Dios gocen las tres—, vivió dedicada a cuidar con exquisito afán a su hermano, aquel alto y robusto maestro ateneísta a quien todos llamábamos “El Mascafierros”. Para su hermana tenía ese fuerte señor cariños especiales. No la llamaba por su nombre, Carolina, ni le decía Carola, como todos. Para él era “Eufrosina”, que en griego significa “hermana buena”.

Amo también el cuadro de Costilla porque me habla de una raza entre nosotros ya desaparecida. En mis años de niño yo oía hablar aún de “los tecos”, es decir, de los tlaxcaltecos, que así nombraban algunos a los descendientes de los venidos de Tlaxcala.

—¿Por qué no tiene canas ni arrugas don Fulano, que anda ya en los 90 años?

—Porque es teco.

—¿Dónde queda la calle Zapateros?

—En el barrio de los tecos.

No usamos ya ese vocablo, y qué bueno, pues no dejaba de tener una cierta connotación peyorativa y de velada discriminación.

Mujer muy humilde fue de seguro Chole, pero sirvió para que un pintor de frío pincel sintiera el calor de lo que no se hace por tarea, sino por vocación. En el cuadro viven al mismo tiempo la criada y el artista. Los dos se deben el uno al otro: el pintor sigue viviendo gracias a su modelo; Chole goza de inmortalidad por obra del pintor. Tal es el milagro del arte, que da más vida que la misma vida.