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Radio sin radios

Armando fuentes aguirreAbierto está ya el piano; dispuestos los atriles. A un lado el micrófono, enorme como la ciencia, sobre un pedestal del cual se retiró una imagen religiosa, pero no el mantelito bordado que ornaba la peana.

1921 el año; octubre el mes y 9 el día. Hay nerviosismo e inquietud en la sala de aquella casa de Guerrero y Padre Mier, en el centro de la ciudad de Monterrey. Llegan a tiempo los pianistas, los cantantes, el declamador y el señor que toca melodías e imita toda clase de ruidos con su serrucho y un arco de tololoche. Nadie sabe lo que va a pasar. Ahora sí lo sabemos: se iba a hacer la primera trasmisión de radio en América Latina.

A las 8 y media de la noche en punto se inicia aquel programa. El operador pide silencio; da vuelta a una perilla; con gran solemnidad hace una seña y la exquisita soprano Ana María Yturria –más exquisita aún porque tenía 14 años– empieza a cantar “Violetas” del maestro Miguel Lerdo de Tejada. Cuando termina, el locutor lee un comercial: la mantequilla tal, elaborada por la señora Tal, no tiene rival. Como se ve, todo tiempo pasado fue igual.

El declamador Eudoxio Villarreal recita como él solo sabe hacerlo una bonita poesía, y luego se presenta don José F. Barragán, nombrado con justicia “El Paganini del Serrucho”. Interpreta el vals “Recuerdo” y enseguida procede a imitar el canto de las aves en el bosque, la sirena de una ambulancia, el paso del tren por la Calzada y el pito de la Cervecería. 

Ese es el número final. El locutor se despide del culto público y el operador procede a apagar el enorme aparato trasmisor. Todos suspiran con alivio y pasan al comedor, donde la señora de la casa tiene dispuesta una muy rica cena de tamales.

El dueño de la estación de radio, el productor del programa, el director, el operador de los controles, el locutor y el anfitrión de la casa eran todos una misma persona: el ingeniero Constantino de Tárnava, de 23 años de edad, egresado de la Universidad de Notre Dame. Lo único que no hizo fue los tamales.

Historia sí hizo, pero nadie se dio cuenta entonces porque nadie oyó ese programa. Muchas razones hubo para la omisión. La principal de todas: nadie tenía radio. Para superar ese pequeño detalle el joven Constantino juntó sus ahorros, fue a Laredo y compró un aparato. Regresó a Monterrey y se lo vendió a un vecino en el doble de lo que le costó (más un pequeño cargo por gastos de viaje). Volvió a Laredo y trajo dos radios, luego cuatro, y ocho, y dieciséis, así sucesivamente hasta que ya mejor puso una tienda para no andar vendiendo radios casa por casa. La vendida era lo de menos, pero la cargada lo de más.

Hombre de multiforme ingenio fue el ingeniero Tárnava. He aquí una breve lista de las actividades que sucesivamente o al mismo tiempo realizó: radioaficionado; astrónomo; fotógrafo; tirador de rifle y de pistola cuyos cartuchos él mismo fabricaba; meteorólogo; relojero; impresor; joyero; fabricante de aparatos ortopédicos; publicista; locutor; compositor y puntualísimo parroquiano todos los días del Sanborn’s de Morelos para el café de las 5 de la tarde. Además era cantante. Pero como esa actividad no estaba muy acorde con sus tareas profesionales cantaba con el rostro cubierto, y con la identidad también cubierta por un romántico nombre de batalla: “El Caballero del Antifaz Negro”.

De la TND (Tárnava Notre Dame), la estación de radio de don Constantino, convertida al paso del tiempo en la XEH, surgieron talentos renombrados: Arturo Manrique, “Panseco’”; Los Montañeses del Álamo; la gran compositora María Alma… El ingeniero De Tárnava era mecenas de artistas. Cuando llegó a Monterrey un poeta vagabundo que sufría ese mal de poetas, hambre y sed eternas, don Constantino le pagó generosamente por un programa semanal de una hora en que el viajero hablaba de su tierra, Santa Rosa de los Osos, en el valle antioqueño de Colombia; de su novia y su madre. Con tal de no verlo desamparado el ingeniero Tárnava consintió en todos los caprichos del poeta, quien para hablar por radio a un público invisible pidió una escenografía ad hoc: sillón ancho de brazos, antiguas cortinas de brocado, espejo de dragón y una mesita con dos objetos nada más: un candelabro de encendida vela y una botella de ginebra. Al término del programa la vela no se había acabado, pero la botella sí. Diré el nombre de aquel bardo errabundo: Miguel Ángel Osorio Benítez, que era Maín Ximénez, que era Ricardo Arenales, que era Porfirio Barba Jacob.

Presente lo tengo yo