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La tostada más cara

Una joven periodista, de nombre Taylor Lorenz, tuvo la mañanera ocurrencia de quejarse en redes sociales del pésimo servicio en una entrega de comida a domicilio.

“Ordené un pan tostado con aguacate de 22 dólares y esto es lo que recibí”, tuiteó Lorenz, y adjuntó la respectiva foto de dos tristes rebanadas de pan duro con un mogote de aguacate aventado “al ahí nomás”, con absoluto desdén culinario y de la falta de amor y ternura ya mejor ni hablamos

Pero, muy lejos de recibir la empatía buscada, la chica quejosa y mal almorzada fue objeto de un aluvión de críticas, porque después de todo... ¡A quién carajos se le ocurre pagar 22 dólares por una tostada con aguacate!

No hubo para esta chica comentarios solidarios ni palabras de ánimo. Se le tachó de superficial y de ser la viva definición del “first world complaint”, es decir, de los dramas con que se azota la gente en los países de “Primer Mundo”, gente que por lo visto no sobreviviría dos horas en alguna nación en vías de desarrollo.

Ya le digo, lejos de unir voces en contra de una práctica comercial abusiva, Lorenz se llevó la “cíber-tunda” de su vida con giros y alcances insospechados.

“This is why millennials can’t afford houses!!!!!!”, criticó así un internauta a los jóvenes de la presente generación, quienes se quejan de no poder hacerse de una casa propia pero están dispuestos a pagar 22 dólares por un pan pinche con aguacate. En el mismo sentido, otro comentario le restregó sus empachos para pagar por el servicio de salud y la facilidad con que, en cambio, desembolsan para caprichos.

Otra usuaria nos invitó a los mexicanos a comentar con fotos lo que nos compraríamos con 418 pesos, que era el equivalente al día, en moneda nacional, de los 22 dólares que se pagaron por el fraude con pan (y eso que el aguacate lo mejora todo, absolutamente todo en esta vida, pero ni así).

Así que la próxima vez que se queje de alguna extravagancia, pues no busque la conmiseración ajena, sobre todo si con lo que pagó pudo haber alimentado a un país pequeño.

Así veo a los papás saltillenses (de todo México en realidad) cada inicio de cursos o, mejor dicho, durante la víspera del regreso a clases.

¿Alguien me puede defender con fundamentos pedagógicos que el rendimiento escolar mejora en forma proporcional a lo invertido en útiles escolares?

Sé que no y sin embargo, los padres prefieren obviar la situación y gastar lo que sea por dos razones: primero porque empeñarán hasta el celular, de ser preciso, con tal de que alguien les quite de encima a sus engendritos que en casa resultan más cansados y onerosos. Y en segunda, porque nuestra generación está inmersa en esa absurda carrera de estatus que nomás nosotros nos creemos, porque ni alcanzamos a la clase media del “Primer Mundo” y mucho menos podemos compararnos con la clase alta mexicana, porque esa ni la conocemos.

Pero descapitalizándose en colegiaturas y listas de útiles inverosímiles, creo que los padres de mi generación hayan consuelo. El mantra a repetir es que todo sea por los hijos, aunque estoy convencido de que todo lo hacen por ellos mismos, porque luego cuando se les enferman los mocosos allí los andan llevando a atender a las farmacias de la botarga y como que no es congruente.

Yo no sé si la educación privada constituya un valor agregado o un impulso extra para asegurarle el éxito o la felicidad de los hijos, pero le juro que me entero y me comparten situaciones por demás absurdas.

Útiles y uniformes de cierta marca, con cierto proveedor (eso debería considerarse delito), insumos de aseo y de higiene personal, materiales que se piden y no se utilizan pero tampoco se devuelven, todo rematado con colegiaturas implacables.

Si la educación pública es burocrática y politizada, la educación privada es eminentemente mercantil, ve al alumno como cliente y lo trata en consecuencia.

Una madre una vez me dijo que tenía a sus hijos en colegio particular para protegerlo del bullying y otras formas de abuso. Y yo sólo me le quedé mirando con infinita ternura por su inocencia.

Total que ahorita mucho plañir por lo cara que está la “educación” pero realmente nadie repara en lo antipedagógico que resulta el dispendio. Y menos en época de fin de cursos. Lo más ridículo de la temporada que recién concluyó son las graduaciones.

¡Niños de kinder ataviados con toga y birrete! ¡Mocosos de secundaria que celebran su promoción con cena baile como si se hubiesen recibido del MIT! Y en la punta del mitote, los orgullosos padres que no escatiman porque le tienen que celebrar absolutamente todos los logros como si fueran proezas o –¡ni Diosito lo mande!– se nos trauma la criatura.

Y así, bendecidos y bendiciones perpetúan el paradigma de que a mayor gasto mejor educación, sin que se vea en realidad reflejado en ningún ámbito social.

Bien, usted puede tildarme de loco que para eso está en todo su derecho, pero para mí, queridos padres de familia, están pagando demasiado por lo que no es sino un pedazo de pan con una embarrada de aguacate mal puesta.

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