Usted está aquí
Una historia feliz (II)
No hagamos larga una historia que es corta. Dejemos eso para los autores de las telenovelas. Conoció el viudo don Zenón a aquella chica, bastante menor que él. La siguió un día y en la Plaza de Armas la alcanzó y le preguntó:
—¿Me recibe este papelito?
Y le entregó un recado en que le declaraba su amor y le pedía relaciones.
Leyó el mensaje la muchacha y dijo a don Zenón que al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, le daría la respuesta.
Esa noche no durmió nada don Zenón. Se levantó más temprano que de costumbre y se bañó con baño “de dos ojos”, es decir, enjabonándose dos veces y enjuagándose otras tantas. Él mismo se rasuraba siempre, pero ese día fue con el maistro peluquero que le cortaba el pelo y le pidió que lo afeitara. También. Aunque se había hecho el pelo apenas el sábado anterior, le pidió que lo “afinara”. Después de todo, le dijo al extrañado fígaro, ya era martes.
No hagamos larga una historia que es corta. La chica lo aceptó: sabía que el señor no tenía compromisos, pero sí buena casa y buen caudal.
Se casaron después de un breve noviazgo, y conoció don Zenón una felicidad que nunca había conocido. Su primera esposa había sido muy reservada, hasta cuando no debía serlo, y consideraba el acto del amor como obligado tributo al hombre que la mantenía. Esa muchacha, en cambio, sabía más acerca de cosas de la cama que Aristóteles acerca de la Lógica.
Don Zenón, que en diez años o más de viudez había ahorrado dinero y todo lo demás, estaba en aptitud de disfrutar la sabiduría de su nueva esposa, y disfrutaba plenamente aquellos éxtasis, inéditos para él. Lo inquietaban a veces, ciertamente, la prodigiosa imaginación que ella mostraba en la hora íntima, su creatividad, su peregrina habilidad gimnástica, su exhaustivo conocimiento de la amorosa geografía.
En ocasiones se asustaba con los temas que ella proponía, y más se asustaba con las variaciones, pero aquello lo tenía en un paraíso terrenal.
Sin embargo la realidad se impone siempre sobre los paraísos. La muchacha era joven y coqueta. Pronto empezó a conocer don Zenón ausencias de su esposa. Un amigo le decía que la había visto con cierto repartidor de botica; otro le comentó que la miró abrazada con un galán de los que iban todas las noches a bailar. Las hijas le decían a don Zenón (los hijos no):
—Esa mujer lo engaña, ’apá.
Él no respondía.
—‘Apá, deje a esa mujer.
No respondía él.
La muchacha seguía con sus liviandades, pero eso no era estorbo para que no atendiera a su marido, lo rodeara de solícitos cuidados y le entregara por las noches el rico caudal de su encendida juventud.
Un día hubo junta de familia con asistencia de dos o tres amigos de la casa. Las hijas de don Zenón, a cuyo coro se unieron ahora los hijos y los amigos, le hicieron la cumplida relación de las ligerezas de la muchacha. Debía librarse de aquella coqueta que lo engañaba sin recato. Cuando por fin los duros fiscales de la amada terminaron la relación cumplida de las liviandades de su mujer, entonces sí habló don Zenón.
—Déjenme —dijo—. Es mi felecidá.
¡Qué sabia respuesta ésa! ¡Cuántos males nos ahorraríamos, y se ahorraría el mundo, si aprendiéramos a respetar la idea que cada uno tiene de su felecidá!