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Historias de pueblo

En Chihuahua conocí por don Eduardo Sáenz los hechos y los dichos de la gente de Ciudad Guerrero, en el Valle del Papigochi. Me contó de un cierto señor llamado don Gildardo, que una vez bebió tanto que perdió hasta el habla. Arrastrándose llegó a su casa, y en vano trató de abrir la puerta, pues no pudo acertar a meter la lleve en la cerradura. Entonces, a duras penas, tocó el timbre de la puerta.

-¿Quién es? –preguntó desde adentro su señora.

Y don Gildardo, que no podía hablar, se señaló el pecho con el dedo pulgar para indicar que él era quien llegaba.

Oí hablar de Canuto, el pordiosero del pueblo. Un comerciante del mercado le ofreció fruta echada a perder que iba ya a tirar a la basura. Canuto vaciló para recibirla.

-¿No la quieres? –se molestó el hombre.

-Está podrida –respondió mansamente el mendicante.

-¡Uh! –dijo el otro con enojo–. ¿Te crees mucho?

-No –respondió Canuto con la misma mansedumbre–. Pero cuando me comparo con otros..

Supe de Chu (no Chuy: Chu) Estrada, poeta municipal. Gustaba de hacer poemas dedicados a los sitios de Chihuahua que recorría en su trabajo. He aquí estos versos sobre San Isidro:

Sus mujeres de flores son manojo:

ahí está Quica Saláiz y las señoritas Rojo.

Los hombres son honrados ciudadanos;

no tienen tacha alguna;

pero en las noches de luna

salen a robar marranos.

O esta otra tirada lírica en honor de Calera:

Es un gran cerro de cal.

La mina huele a bacín, y las casas a corral.

La juventud calerense se la pasa en el congal.

Ahí tenéis la efigie verdadera

del mineral de Calera.

Don Jesús Emmanuel, a quien la gente llamaba don Chúmale, tenía una agencia de automóviles. Llegó a verlo un individuo tracalero y mala paga, y le dijo que quería una camioneta.

-Acaba de llegar ésta –le mostró don Chúmale–. Cuesta 20 mil pesos.

-¿Me la puede dar con facilidades? –preguntó el tramposo comprador–. No importa que le aumente algo.

-Cómo no –aceptó don Chúmale–. Te la dejo en 20 mil quinientos. Me das los 20 mil de enganche y el resto me lo pagas a’i como vayas pudiendo.

Don César Estrada, otro comerciante que –él sí– cometía el funesto error de vender fiado. Un día se encontró en la calle a uno de sus muchos deudores morosos. El hombre, que no pudo ya evitar el encuentro, fue hacia él con los brazos abiertos y le dijo con fingido acento de cordialidad:

-¡Qué gusto verlo don César! ¡Déjeme darle un abrazo!

-Mejor dame un abono, desgraciado –le respondió mohíno el comerciante.

En todas partes florece el genio popular. Lo encuentro a cada paso, y me deleito con él, y de él aprendo. No me canso de darle gracias a Diosito bueno, que me dio este oficio de juglar que tantas cosas lindas me da a ver y tantas lindas cosas me permite oír.