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Diciembre de mi madre
En estos días he recordado mucho a mi mamá. Cuando ella murió –en un diciembre– la casa se hizo más grande y yo me hice más pequeño.
Escribió muchos poemas mi mamá, pero ella misma fue su mejor poema, un poema de amor a la vida y sus bellezas. Cuatro hijos tuvo como cuatro versos, e hizo un libro de versos que fue como otro hijo. Nos dio casa a mi padre y a nosotros con macetas de espárragos y helechos, con buñuelos de Navidad, con flores para ofrecer a la Virgen y al Corazón Sagrado.
Nunca se dijo feminista, y sin embargo fue plenamente mujer cuando era muy difícil ser mujer a plenitud. En una ciudad pequeña, en un pequeño tiempo que parecía inmóvil, hizo de su libertad personal un ejercicio de dignidad humana. Nos enseñó a sus hijos que no hay que hacer lo que queramos, pues eso es capricho egoísta, pero que siempre hay que hacer lo que queremos, porque eso es cumplimiento de la vocación. Mi mamá hizo siempre lo que quiso. Es decir, hizo aquellas cosas que amó. En eso, en oír su llamado y en seguirlo, fincó toda su vida. Leal a los suyos, fue siempre fiel a sí misma. Esa es la mejor fidelidad.
Mi mamá nació en 1903, y en la escuela llegó hasta el cuarto año de primaria. No tuvo otras letras más que las primeras. Las segundas y todas las demás las adquirió en los libros. Leía, leía, leía siempre mi mamá. Leyó en esa vida que es el teatro, y leyó aún más en ese teatro que es la vida.
La gran pasión de su vida –aparte de la vida– fue el teatro. Primero lo hizo en radio: hubo una serie radiofónica llamada “Los mártires cristianos”, cuyo fin era hacer publicidad a un cementerio (los otros, los de Santiago y San Esteban, eran panteones nada más). Después Héctor González Morales creó el Grupo de Teatro Experimental “Dalia Íñiguez” y llevó a la escena un drama tan dramático que llegaba a ser dramón. Obra del italiano D’Annunzio, estaba escrito con lenguaje grandilocuente (“... La estatua de la duquesa Loretela caído se ha...”). En ese drama moría hasta el boletero del teatro. Doña Carmen representó el papel de doña Aldegrina en forma tal que el público le confirió el título de “Primera actriz del teatro saltillense”. Y de ahí pa’l real, como suele decirse.
Nada de lo que hizo mi mamá lo hizo impunemente. En aquel tiempo tocaba a las mujeres no coser y cantar, sino coser y cocer, es decir, hacer labores de aguja y de cocina; atender al marido, a consecuencia de eso tener hijos y luego, a la menor oportunidad, morir. Mi mamá también hizo todo eso –incluso la parte de morirse– pero además vivió. Vivió apasionadamente todo aquello que su vida fue: en cada papel teatral que hacía se transfiguraba; en cada obra que dirigía ponía más empeño que el de aquéllos que hicieron la Gran Muralla China o las Pirámides de Egipto. Iba a México y tomaba todos los cursos de teatro que impartía el Instituto Nacional de Bellas Artes. Fue alumna de Novo, de Fernando Wagner, de López Mancera, de Luisa Josefina Hernández, de don Celestino Gorostiza, aquel que decía que la calle de Donceles se llamaba así por él: don Celes.
Hurgaba mi mamá en las librerías y se metía en los archivos de la Sociedad de Autores a buscar libretos y más libretos en procura de la nueva obra que iba a dirigir. Escribía a España y a Argentina para solicitar la última novedad teatral. Ella misma la copiaba a máquina, después de las adaptaciones correspondientes, y luego hacía los ensayos, que casi siempre eran en el comedor de nuestra casa, la casa donde ahora está Radio Concierto.
Yo quise mucho a mi mamá. Eso es muy natural. Pero además mi mamá me caía muy bien. Me gustaban sus modos y maneras; los sacrificios que hacía por nosotros, sacrificios no pregonados con lágrimas, como los de doña Sara García, lloroso prototipo de todas las madrecitas mexicanas. Me gustaba la fritada de cabrito que hacía; me gustaban sus tamales de azúcar y los romances que le escribía a Saltillo; su jalea de tejocote y su Bernarda Alba; me gustaba que fuera al cine sola y que con su marido fuera a misa; me gustaban las macetas que regaba y las obras de teatro que dirigía.
Hasta el final de su vida estuvo viva. Otras y otros hay que están ya muertos muchos años antes de que alguien firme el certificado de su defunción. Yo estoy hecho por partes iguales de mi padre y mi madre. Las dos partes las amo; las dos las llevo en mí. Igual que todos los humanos, soy mi padre y mi madre. Mis hijos y mis nietos llevan también algo de ellos. Ojalá tengan la bondad y la sencilla sabiduría de mi papá y el amor a la libertad, a la verdad y a la belleza que tuvo mi mamá. Si eso sucede seguirán viviendo en mis hijos, y en los hijos de ellos, aquéllos de quienes fui hijo yo.