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Un año más… y un año menos

He usado la comparación con el reloj de arena, cuyos granos caen al principio lentamente, de modo que casi no se advierte su caída, y al final se precipitan con rapidez de vértigo. Un joven amigo mío empleaba, a fuer de joven, otro símil, el del casete que primero se desenrolla lentamente y luego, ya al último, gira con gran velocidad hasta su fin.

Así es la vida y así se van los años. Cuando éramos pequeños y nos decía papá que faltaba una semana para la Navidad ¡cuán largos se nos hacían aquellos siete días! Eran la eternidad. A mis años, en cambio una semana dura  siete minutos. Y ni siquiera son aquellos siete míticos minutos que, dijo Irving Wallace, dura -promedio universal- el acto del amor.

Todo es relativo, demostró Einstein en su célebre teoría de la relatividad. Todo es relativo, sí, excepción hecha de lo relativo: como todo es relativo, entonces lo relativo es lo absoluto. Pero lo más relativo de todo debe ser el tiempo. No es lo mismo una hora para el enamorado que espera en la esquina que para la coqueta que se acicala en la coqueta. (¿Todavía esperarán en la esquina los enamorados? ¿Existirán aún las coquetas, aquellos muebles de tocador, festonados con telas de colores, que usaban las mujeres para pintarse, que para eso se pintan solas?).

Todo esto digo para decir que el año que se fue se fue muy rápido. Igual, supongo, o más aprisa aún, se irá este año que comienza. “... No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, pues que todo ha de pasar de igual manera...”. Cito a Manrique de memoria. “...Pues si vemos lo presente, cómo en un punto se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente daremos lo no venido por pasado...”. De memoria -y con tristeza- vuelvo a citar al autor afamado de las Coplas.

A mí me da mucha risa cuando oigo aquello de “matar el tiempo”, porque la cosa es al revés. El tiempo es un gran maestro, es cierto, pero un maestro cruel que va matando a sus discípulos conforme les enseña sus lecciones. Por eso es muy válido el lamento de Victor Hugo: “¡Ah, si la juventud supiera! ¡Ah, si la vejez pudiera!”.

Reflexiones son estas, pesarosas, lo reconozco, impropias para empezar el año. Sucede que cuando somos jóvenes todo se nos va en coser -o palabra parecida- y cantar. Ya con los años se nos acaba la Singer, y la canción se hace elegíaca. Como remedio a esto sugiero una bonita frase que incluso sin mi permiso pueden usar los jefes de oficina para ponerla a sus empleados: “No cuentes las horas. Haz que las horas cuenten”. Este letrero, que sería aprobado con entusiasmo por el señor Dale Carnegie o por su equivalente nacional, Miguel Ángel Cornejo, no es sino una forma distinta de expresar el “Carpe diem” que Horacio puso en su primera Oda: “Carpe diem quam minimum credula postero”. Aprovecha el presente, pues no cuentas con el mañana”. O algo así. Las traducciones, dijo alguien, son como las mujeres, que si son bellas no son fieles, y si son fieles no son bellas.

En fin, Dios nos dé este año lo que para nosotros sea mejor. Por mi parte, si estás leyendo esto te deseo un 2019 venturoso. Y si no lo estás leyendo te deseo lo mismo, aunque no sepas de mi buen deseo. ¡Feliz Año Nuevo!