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Cuentos del fogón (II)

Este cuento que recogió don Ramón Menéndez Pidal tiene el encanto de los relatos medievales. Su lectura me hizo recordar las narraciones de Santiago de la Vorágine en su Leyenda de Oro.

La historia habla de un ermitaño que se creía el hombre más santo de la tierra, pues toda su vida era de rezos y mortificaciones. Un día San Pedro lo visitó en su cueva, y el anacoreta le preguntó si acaso había en el mundo alguien de santidad mayor. El apóstol le dijo que en cierta aldea vivía un herrero que era más santo que él.

¿Un herrero? se sorprendió el eremita. ¿Y en una aldea? Quizá el Papa de Roma podía ser más santo, pero no un hombre así, de oficio bajo y que vivía en lugarejo ruin. Emprendió, pues, el camino. Quería conocer a ese hombre que, le había dicho San Pedro, era más santo que él.

Llegó a la aldea, y buscó al herrero en su fragua. No estaba ahí. Seguramente, pensó el viajero, lo hallaría en el templo, diciendo sus oraciones, o entregado a la piadosa lectura de algún devocionario. Tampoco en el templo lo encontró.

Entonces fue a la plaza, y preguntó por él. Le dijeron que el herrero estaba en la taberna. El ermitaño se asombró. ¿Cómo podía ser santo un hombre que estaba en la taberna? Fue hacia allá. Abrió la puerta, y vio a un grupo de hombres que bebían y comían alegremente. En el centro de todos estaba el herrero. Era el que comía más; el que bebía más; el que más reía y bromeaba. Fue la muchacha del servicio a llevar a los hombres más cerveza, y el herrero le dio una palmadita en el trasero. Rio la muchacha; rio el herrero; rieron sus amigos.

El ermitaño veía azorado todo aquello. Terminó la reunión, y el herrero se despidió de sus alegres camaradas. Lo siguió el ermitaño. Lo vio entrar en su casa. El hombre calentó algo en la estufa; sirvió una copa de vino, y luego llevó todo eso a un anciano que en el cuarto vecino yacía en una cama.

-Su padre, seguramente -pensó el anacoreta.

En eso San Pedro apareció a su lado.

-Ya veo -dijo el apóstol-, que encontraste a quien es más santo que tú.

-¿Más santo que yo ese hombre? -replicó el ermitaño con enojo-. ¿Cómo puede ser eso? Lo vi beber como borracho; comer con gula; tratar a una mujer pecaminosamente. ¿Y dices que es un santo? Lo único bueno que le he visto hacer es llevarle a su padre de beber y de comer.

-No es su padre -lo corrigió San Pedro-. Es el asesino de su padre. Hace muchos años ese hombre mató de una puñalada al padre del herrero. Por ese crimen estuvo largo tiempo en la prisión. Cuando salió era viejo ya, y no tenía a dónde ir. Todos lo rechazaban y se apartaban de él igual que de un leproso. Seguramente iba a morir de hambre y de frío. Entonces el herrero lo recogió en su casa. Explicó: “Él no tiene hijos y yo no tengo padre. Lo he perdonado ya”.

Al escuchar aquello el ermitaño quedó avergonzado. Supo en su corazón que el herrero era verdaderamente un santo, mientras él era sólo una mentida imagen de la santidad. Sus rezos eran palabrería; soberbia y vanidad sus devociones. El herrero había pagado mal con bien. Eso lo hacía santo. Él no habría podido perdonar así.

Termina aquí la historia que don Ramón Menéndez recogió en las cocinas de Castilla. Yo encuentro en esa historia una lección: los ritos no nos llevan hacia Dios; el amor nos lleva a Él, que es el Amor.